miércoles, 1 de abril de 2015

ABRIL 2015


“De Dioses y Hombres” es un blog de investigación sobre Ciencias de las Religiones y Mitología coordinado y dirigido por el Filólogo Clásico de la Universidad de Costa Rica José Marco Segura Jaubert y el Doctorado de la Universidad Complutense de Madrid Carmelo Morales Marcos.


El número de este mes lo hemos tematizado para hablar del simbolismo en el arte religioso. El profesor y doctorando Julian Natucci nos enseña el simbolismo pitagórico en el arte cristiano medieval. Este autor afirma que existen influencias pitagóricas en el templo cristiano, influencias que ayudaron a resolver el problema de cómo plasmar la infinitud  en el arte. El máster y profesor Benjamín García nos hablará de la influencia de la contrarreforma en la imagen procesional. Nos mostrará la aportación de Trento a la imaginería a través de su canon sobre las imágenes. Por último, aprenderemos unas pinceladas del simbolismo y la imagen en el mundo céltico de la mano de Aura Fernández Tabernilla, máster en Ciencias de las Religiones. Esta autora nos enseñará, entre otras cosas, que los cambios perpetrados en el arte céltico durante su evolución fueron de la mano de los propios acontecidos en la propia cultura céltica.
El simbolismo pitagórico en el arte cristiano medieval

Por: Julián Natucci, Profesor de Filosofía y Doctorando en la Universidad Complutense de Madrid.

Correo electrónico: juliannatucci@hotmail.com


Rosetón de la Catedral de Palma de Mallorca
Antes de comenzar a desarrollar la importancia de la cosmovisión pitagórica en el arte cristiano medieval es preciso destacar algunas diferencias fundamentales entre el arte griego clásico y el arte cristiano. En primer lugar, la Grecia clásica refleja un mundo basado en la idea de límite, equilibrio y proporción. Toda la realidad se manifiesta objetivamente, está delante, incluso es muy cercana. Los seres, el alma misma, son realidades externas, tangibles y finitas. Es decir, el hombre clásico carece de una percepción del sujeto y su interioridad. En el cristianismo, por el contrario, aparece la idea de sujeto y lo divino se transforma en una realidad infinita en todos los sentidos: Dios es infinitamente bello, infinitamente bueno, infinitamente poderoso, infinitamente sabio, etc. El Dios del cristianismo es un Dios interior, de ahí que en el templo cristiano la interioridad arquitectónica cumpla un papel esencial. Igual que Dios se esconde en nosotros mismos, la infinitud de Dios se esconde en el templo. Si para la Grecia clásica lo infinito era despreciable por ser amorfo, sin determinación ni belleza, ahora, con el cristianismo, se convierte en lo más laudable, en Dios mismo. Dios es infinito, sujeto absoluto, interioridad.[1] Mientras que el arte griego clásico muestra un total equilibrio entre la idea que se quiere representar y el contenido de lo representado, pues existe una forma o estructura finita que contiene esa idea, en el arte cristiano ocurre una desproporción, pues la idea que se representa (Dios como infinitud) no puede ser encerrada en un contenido, en una forma concreta representable. La idea de Dios, por tanto, no se ajusta a ninguna forma, pues la forma, por definición, es algo limitado. ¿Cómo expresar entonces la idea de Dios en el arte? ¿Cómo traer a este mundo finito algo que de por sí es infinito? Este problema, que ya se encuentra en el judaísmo, es totalmente ajeno al arte clásico. Una de las soluciones al mismo fue la prohibición de cualquier representación de Dios. Así encontramos durante varios siglos de cristianismo la disputa entre los iconoclastas y aquellos defensores de una imagen como vehículo de acercamiento y adoración a Dios[2].
En el presente artículo me gustaría destacar la solución que presenta la simbología numérica, la geometría sagrada y la luz al problema de la representación de Dios dentro del cristianismo. La manifestación de Dios a través de un espacio geométrico sagrado, por ejemplo, fue un recurso utilizado en la arquitectura medieval, especialmente durante el gótico. Mi hipótesis es que esta tendencia recibe la influencia de la cosmovisión pitagórica a través de los autores cristianos neoplatónicos. ¿Cuáles eran algunos de los principales símbolos usados por la tradición pitagórica?
El universo, según el pitagorismo, estaba formado por una síntesis de contrarios: uno y múltiple, bueno y malo, par e impar, recto y curvo, luz y oscuridad, etc. Era una síntesis de caos y orden. La oposición y la sinestesia serán también un recurso muy usado en el templo cristiano. Por otro lado, la tetraktys o figura triangular del número cuatro también representó un símbolo místico de enorme importancia[3], pues sus diez puntos formaban un triángulo equilátero que para los pitagóricos reflejaba la totalidad del universo. En el cristianismo esta figura se representó en relación con la Trinidad, pero también se muestra en la Estrella de David. Otra forma de representar el cosmos en el pitagorismo fue a través del pentagrama, cuyos cinco vértices aludían a los cinco sólidos regulares. Los cristianos también adoptaron esta figura.
Iglesia de San Juan Bautista
de Moarves de Ojeda, Palencia 
Según la tradición pitagórica, dentro de las realidades sensibles había una que más tarde se asemejaría al ideal cristiano de belleza intelectual e infinita: la luz. La luz era el elemento más puro del mundo sensible, pues era lo más inmaterial captado por los sentidos. Además, la oposición luz-oscuridad estaba estrechamente arraigada a la oposición alma-cuerpo, pues el alma, para el pitagorismo, era el fuego, la luz interior, mientras que el cuerpo representaba la oscuridad. En este sentido, Plotino afirmó que en el arte, como en el universo, debía existir un camino de ida y vuelta: de la luz a la oscuridad y de la oscuridad a la luz. Es decir, lo inmaterial nos conduciría a lo material (obra), para, desde ahí, regresar al mundo inmaterial, a la luz. El artista creaba a partir de belleza intelectual y el espectador, a través de la contemplación de la obra material, debía regresar a ese estado intelectual del artista. Lo que representaba una obra de arte no era, por tanto, lo que se veía, sino una realidad invisible, intelectual, que debía captar el espectador.
Como se verá a continuación mediante una serie de ejemplos, la representación de Dios en el arte tuvo durante el cristianismo una vía de escape a través de la simbología sagrada y la estética de la luz. Esta solución se puede apreciar en innumerables rosetones, pero también en  esculturas y pavimentos. Me centraré en primer lugar en la ermita de san Bartolomé en Ucero, Soria, de claro origen Templario. Esta ermita data de finales del siglo XII y está situada en una etapa de la peregrinación a Santiago de Compostela. Según cuenta una leyenda, en ese lugar clavó su espada el Apóstol y desde entonces fue un lugar de culto. La obra marca ya un estilo protogótico, como se puede observar en los arcos apuntados de la entrada de la cara sur. También el rosetón, aunque con influencias árabes, usa la imagen de la flor, una constante en todos los rosetones góticos. La construcción, si atendemos a la autoría templaria y a su relación con las matemáticas y la simbología numérica sagrada, está situada en un ónfalo (centro del mundo, equiparable a la mónada pitagórica), un lugar energético en el cual coinciden varios puntos de la tierra. Si pudiésemos plegar una cartulina con la Península Ibérica, la ermita se ubicaría justo en el punto donde se unen el cabo de Finisterre y el de Creus. La importancia del centro, del punto, y su relación con el pitagorismo es, pues, evidente[4].  Por otro lado, el rosetón (Anexo 1) muestra un pentagrama, símbolo de la proporción áurea o la divina proporción de los pitagóricos. Las cinco puntas aluden a los sólidos regulares, al misterio de la vida terrena o a la de todo el Universo, que también es representada por los diez pétalos que surgen entrelazados. El diez es la década, la tetraktys, símbolo del Universo.  Otra interpretación del símbolo del pentagrama nos puede remitir al hombre con sus cinco extremidades, que, a su vez, es una referencia al cielo y la tierra, pues el hombre es el único ser que se encuentra en la intersección de dos mundos o realidades, la divina y la terrena.
En la escultura de la entrada de la iglesia románica de San Juan Bautista de Moarves de Ojeda, en Palencia (Anexo 2), podemos también realizar una interpretación semejante recurriendo a la simbología pitagórica. La escultura (Maiestas Domini) está compuesta por cinco elementos que pueden evocar a la composición de los cinco sólidos regulares. Además, el Pantocrator está situado en una mandorla (vesica piscis), que representa claramente la díada pitagórica y que el cristianismo relacionará con el símbolo del pez. La figura central se comprende como una unión de dos principios: la mónada (Cristo) y la díada (el principio generador, la Inteligencia), a través de los cuales se crea todo el universo. Mediante este acto creador, se formarían los cuatro elementos: aire (águila), fuego (león), tierra (toro) y agua (hombre), representados por los cuatro evangelistas (tétrada). Los evangelistas estarían unidos al lado espiritual (representado en Cristo), que evoca al número tres, pues Cristo bendice con los tres dedos, símbolo de la trinidad y de la tríada plotiniana. En cuanto al libro que porta en la mano izquierda Cristo, el Libro de la Vida, que contiene todos los nombres de los que han de salvarse, podemos observar que está cerrado, quizás queriendo aludir el profundo dualismo entre un mundo divino y un mundo terrenal y haciendo una clara alusión al dualismo pitagórico.
Por otro lado, una de las principales influencias de la estética de la luz en el gótico se la debemos al abad Suger (1081-1151)[5].  Suger, consejero de los reyes Luis VI y Luis VII de Francia, mandó construir una basílica donde antiguamente se encontraba una iglesia carolingia, la basílica de Saint-Denis.  Basándose en la obra del neoplatónico Pseudo-Dionisio y el importante influjo de la nueva Orden de Cister de Bernardo de Claraval (1090-1153), el abad Suger construyó un nuevo templo en base al espacio celestial, la Jerusalén Celeste, vaciando y ampliando todo el espacio de la iglesia románica.  Los anchos muros románicos, la pintura y la sobrecarga de adornos interiores darán paso a una nueva concepción del espacio que hará uso de la geometría clásica griega basada en la línea (la díada pitagórica), con su efecto de infinitud, ligereza y flotación. En la basílica de Saint-Denis, la línea geométrica buscará así la plasmación artística de una nueva experiencia religiosa vinculada con el nuevo culto a la Virgen y la infinitud.
Aparte de Saint-Denis, un ejemplo de la majestuosa interioridad del templo gótico se muestra en la catedral de Palma de Mallorca (Anexo 3), que se inició hacia el 1229, tras la conquista de la isla por Jaime I. Me centraré en la significación geométrica del rosetón, situado en la cabecera del templo, lugar poco habitual para la época. En la circunferencia se muestra un predominio de triángulos (doce en total), símbolo de la Trinidad y, nuevamente, de la tríada plotiniana.  Si concentramos la mirada en el triángulo central, observaremos una tetraktys pitagórica (representación del diez, el Universo y la vuelta al origen). También encontramos el Sello de Salomón o Estrella de David, que representa el número seis, el proceso de la creación. El rosetón  está cubierto de flores amarillas de seis pétalos y rojas de cuatro pétalos. Las flores amarillas aluden a la Flor de la Vida, mientras que las rojas forman grupos de tres, simbolizando la Trinidad. La obra se compone a partir de la combinación del tres (triángulo) y el seis (Flor de la Vida), cuya suma es la Enéada, representando las nueve esferas celestes y los nueve tipos de ángeles.
Laberinto y representaciones geométricas
en la Catedral de Amiens
Por último, es interesante observar como la influencia de la geometría sagrada se encuentra en el pavimento de algunas catedrales góticas. Por ejemplo, en el pavimento de la catedral de Amiens (Anexo 4), mandada construir por Robert de Luzarches hacia 1220, se muestra  un laberinto y varias representaciones geométricas. La esvástica cristiana es un símbolo de los cuatro evangelistas (tétrada) o una cruz encubierta. También puede mostrar un símbolo terrestre (el cubo platónico) o un símbolo de la creación (rueda del Cosmos). El laberinto es un reflejo de lo infinito e indeterminado (díada) y se puede relacionar con el peregrinaje, la larga marcha hasta llegar a Dios y el regreso al origen (ascensión de la tierra al cielo). También puede simbolizar el difícil trabajo en la construcción de la catedral, pues en el centro aparecen los tres arquitectos y el obispo de la catedral (Evrad Fouilloy). El centro del laberinto se inscribe en un octógono. El octógono, relacionado con el octaedro (símbolo del aire), puede aludir a la transición de la tierra al cielo, pues el octógono se construye a través de la unión del círculo (cielo) y el cuadrado (tierra), mostrando el paso que hay entre los dos mundos.
Como hemos observado en estos pocos ejemplos, podemos afirmar que existen influencias pitagóricas en el templo cristiano, influencias que ayudaron a resolver el problema de cómo plasmar la infinitud  en el arte.


1.    BIBLIOGRAFÍA:

1.    Almazán de Gracia, A., Guía Templaria de San Bartolo en Río Lobos, Sotabur, Soria 2011.
2.    Castelnuovo, E., Sergi, G., Arte e historia en la Edad Media I. Tiempo, espacio, instituciones, Akal, Madrid 2009.
3.    Diogenes Laertios, Leben und Lehre der Philosophen, Reclam, Stuttgart, 1998,
4.    Hegel, G.W.F.: Vorlesungen über die Ästhetik, Band I und II, Suhrkamp Verlag, Frankfurt a. M.1990.
5.    Panofsky, Erwin: Ikonographie und Ikonologie, DuMont Verlag, Köln 2006.
- Estudios sobre iconología, Alianza Universidad, Madrid 2010.
6.    Platón: Timeo, Diálogos Vol. VI, Editorial Gredos, Madrid 1992.
7.    Plotino, Enéadas, Textos esenciales, Ediciones Colihue, Buenos Aires 2007.
8.    Riedweg, Christoph: Pythagoras: Leben – Lehre –Nachwirkung. Eine Einführung, C.H. Beck Verlag, München 2002.
9.    Tatarkiewicz, Wladyslaw: Historia de la estética, Tomos I, II y III, Ediciones Akal, Madrid 2000.




[1] Cf. G.W. F. Hegel, Vorlesungen über die  Ästhetik, Bd. II, Abs. III.
[2] En el siglo VIII, el emperador bizantino León III prohibió todas las imágenes cristianas. Semejantes disputas también se dieron durante la Reforma.
[3] La tetraktys, es decir, la década, era la suma del uno o mónada, principio activo representado por el punto; el dos o díada, principio de la división y la procreación, representado por la línea; el tres o tríada, principio espiritual, representado por la superficie; el cuatro o la tétrada, símbolo del universo, representado por el volumen.
[4] Recordemos la mónada como centro del universo y unión de toda realidad, la condición de posibilidad del ser (Plotino), la simetría respecto a un centro, etc.
[5]Suger resaltó la importancia de pensadores influenciados por el neoplatonsimo como San Agustín, Pseudo-Dionisio y Erígena.
La influencia de La Contrarreforma en la imagen procesional.

Por: Benjamín García García, Máster en Ciencias de las Religiones y Profesor de Secundaria.
Correo electrónico: bggarcia@ucm.es  

Procesión con el Cristo de los Milagros de Salananca
Desde la Baja Edad Media se acumularon las voces que pedían mesura ante los abusos de la iconolatría supersticiosa y el descrédito que estaban experimentando las imágenes religiosas al convertirse en objetos de inversión de capital.
Entre los humanistas del siglo XVI fueron también muchos los que anhelaban una reforma de la Iglesia. Es natural que algunos de ellos sintieran, en un primer momento, cierta simpatía por un Lutero que se inspiraba en la Biblia y clamaba contra los pecados del Papado. Es por ello, que la conciencia de los excesos cometidos en el uso de las imágenes y de la excesiva tolerancia por parte de la jerarquía eclesiástica no fue exclusiva de los que rompieron con Roma.
El espíritu crítico del humanismo renacentista estaba ya muy lejos de la ingenuidad con la que el cristiano medieval aceptaba las antiguas leyendas relativas a reliquias y milagros, y reprochaba a las autoridades eclesiásticas su tolerancia con respecto al culto abusivo y supersticioso con el que la “barbarie gótica” solía venerar a las imágenes mediante prácticas procesionales, como no se cansaba de criticar Erasmo de Rotterdam (1466-1536):
Y en las rogativas públicas y en las fiestas eclesiásticas ¡cuántas supersticiones se ven entre ciertas gentes! Cada gremio profesional lleva en procesión a su santo patrono, troncos enormes son llevados a hombros con el sudor de muchos que, de vez en cuando, deben recuperar sus fuerzas con un trago. Hay que llevar en carro estatuas que representan personas y hechos de santos y de santas, mientras se van ejecutando o diciendo cosas ridículas[1].

Todavía en 1529 Erasmo de Rotterdam no preveía el fin de aquellos males, pues decía: “Los reyes cristianos se hacen la guerra entre sí, los obispos dormitan, los sacerdotes se aferran a sus bienes, los monjes sólo se ocupan de su patrimonio, los teólogos de cuestiones inútiles, y al pueblo fiel se le deja que crea y haga lo que le dé la gana”. Lo que más denunciaba en las representaciones icónicas de su tiempo era la lascivia de los pintores renacentistas camuflada en la cultura de la Antigüedad: “Sería de desear que no se viera en los templos cristianos nada indigno de Cristo[2]. Un culto que tenía todas las apariencias de una idolatría, pues parecía concentrar la atención de los fieles más en la materialidad de la imagen que en el santo al que representaban.
Uno de los humanistas que se miraba en el espejo de Erasmo fue Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas de Carlos V. Insistía en la primacía del culto interior, censurando el error, la vanidad y la codicia de los que piensan que ofreciendo a Dios templos y monasterios, retablos, imágenes y objetos de oro y plata pueden ganar el favor divino: “No querría que por componer un altar dejásemos de socorrer un hombre, y que por componer retablos o imágenes muertas dejemos desnudar los pobres, que son imágenes vivas de Jesucristo[3].
Iniciadas ya las primeras sesiones del Concilio de Trento (13 de diciembre de 1545), el Sínodo de Maguncia (1549) había sido muy explícito también en la necesidad de transmitir a los fieles el correcto uso de las imágenes y la repulsa de lo indecoroso, en unos términos que anticipan el decreto tridentino sobre dicha cuestión: “Mandamos severamente que se mantenga en las iglesias el uso de las imágenes, por ser útiles para educar al pueblo y para mover los ánimos de todos[4].

1.1 La aportación de Trento a la imaginería

El decreto sobre las imágenes fue aprobado en la vigesimoquinta y última sesión (4 de diciembre de 1563), y de una manera algo precipitada, porque se sentía la urgencia de una rápida terminación del Concilio. De ahí que fuera aprobado por unanimidad sin apenas discusión entre los teólogos, sobre una fórmula promovida por los prelados franceses de la Sorbona, que, apremiados por los excesos calvinistas, no querían que se clausurara la asamblea sin dar normas claras y terminantes sobre el culto de las imágenes.
El decreto conciliar salva la doctrina dogmática tradicional sobre la invocación y veneración de los santos y de sus reliquias e imágenes, y en cuanto a éstas, se remite al II Concilio de Nicea (787) contra los iconoclastas. En cuanto a la práctica, condena los abusos cometidos y previene contra ellos mandando que se proscriba toda imagen que sea ocasión de error para los rudos, que se cuide de la fidelidad histórica, que se impida toda superstición y afán de lucro, y que “se evite toda lascivia, de modo que no se pinten ni adornen imágenes con procaz hermosura”. El obispo, a partir de ahora, tendrá el deber de impedir que aparezca en los templos nada que desdiga la santidad de la Casa de Dios, en la que ninguna imagen insólita debe colocarse sin su aprobación[5].

Canon de Trento sobre las imágenes:

Instruyan además que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las imágenes de Cristo, de la Virgen María y de los demás santos, y que se les ha de tributar la honra y la veneración debidas, no porque se crea que hay en ellas una divinidad o una virtud por la cual merezcan el culto, o porque se les deba pedir alguna cosa, o porque haya que poner la confianza en las imágenes, como antiguamente hacían los gentiles que colocaban su esperanza en los ídolos, sino porque la honra que se les rinde a las imágenes revierte en los prototipos que ellas representan, de tal manera que, por medio de las imágenes que besamos y ante las cuales nos descubrimos o nos postramos, adoramos a Jesucristo y veneramos a los santos cuya semejanza ostentan. Todo lo cual se halla sancionado por los decretos de los concilios, y en especial por el Segundo de Nicea contra los impugnadores de las imágenes.
Enseñen también diligentemente los obispos que, por medio de las historias de los misterios de nuestra Redención, expresadas en pinturas y en otras representaciones, el pueblo se instruye y se confirma en los artículos de la fe, que deben ser recordados y meditados continuamente, y añádase que de todas las sagradas imágenes se saca mucho provecho, no sólo porque recuerdan a los fieles los beneficios y dones que Cristo les ha hecho, sino también porque se exponen a la vista de los fieles los milagros que Dios ha obrado por los santos y sus admirables ejemplos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos, conformen su vida y costumbres con la de los santos y se muevan a adorar y a amar a Dios y a practicar la piedad. Si alguno enseñare o creyere lo contrario a estos decretos, sea excomulgado.
Si se hubiesen introducido algunos abusos en estas santas y saludables prácticas, el santo concilio desea ardientemente que sean abolidas por completo, de tal manera que no se expongan ningunas imágenes de falsas creencias ni que den ocasión a las almas sencillas para admitir peligrosos errores. Y si sucede alguna vez que, por parecer conveniente a gentes sin instrucción, se pintan o graban historias y narraciones de la Sagrada Escritura, adviértase a los fieles que con ello no se representa a la divinidad, como si pudiera ser vista por los ojos corporales o expresada con colores y figuras.
Destiérrese en absoluto toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración de sus reliquias y en el uso sagrado de las imágenes, suprímase todo lucro indigno, evítese en fin toda lascivia, de manera que las imágenes no se pinten ni decoren con procaz hermosura; y que de la celebración de los santos y de la visita a sus reliquias no se pase abusivamente a comilonas y embriagueces, como se las fiestas en honor de los santos se hubieran de celebrar con derroches y lascivias. Finalmente, pongan los obispos en estas cosas tanto cuidado e interés, que no se advierta ningún desarreglo, confusión ni alboroto, nada que sea profano y deshonesto, puesto que la santidad debe ser el ornamento de la casa del Señor.
Y para que todo lo decretado se observe más fielmente, el santo concilio establece que a nadie le es lícito poner ni procurar se ponga imagen alguna, no expuesta anteriormente al culto, en ningún lugar o iglesia, aunque sea de cualquier modo exenta, sin tener antes la aprobación del obispo. Tampoco deben admitirse nuevos milagros ni adquirir nuevas reliquias sin haber sido antes reconocidas y aprobadas por el obispo; el cual, tan pronto como tuviese noticia de alguna de estas novedades, después de consultarlo con teólogos y otras personas piadosas, resolverá lo que juzgue conforme a la verdad y conveniente a la religión. Y si hubiere necesidad de suprimir algún abuso que fuera dudoso o difícil de extirpar, u ocurriere alguna cuestión muy grave sobre esta materia, el obispo, antes de resolver la controversia, aguardará el dictamen del metropolitano y de los obispos sufragáneos en concilio provincial, de tal manera que no se establezca nada nuevo e inusitado hasta el presente en la Iglesia sin consultarlo antes con el Romano Pontífice[6].

BIBLIOGRAFÍA:

Plazaola, J.: Historia y sentido del arte cristiano, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1996.
García, B.: La imagen procesional cristiana: desde los orígenes del cristianismo hasta el Concilio de Trento, Editorial Académica Española, Berlín, 2014.





[1] Erasmo establecía un paralelismo entre estas prácticas y las propias del paganismo al decir: “Antiguamente, en los juegos sagrados se llevaba en procesión a Baco, a Venus, a Neptuno, a Sileno con los sátiros, y al abrazar el cristianismo les resultó más difícil cambiar las prácticas externas que las creencias colectivas. Y así los Santos Padres pensaron que sería de gran provecho si, en lugar de tales dioses, se portaran las estatuas de los santos cuyos milagros declaraban que reinaban con Cristo. La costumbre pagana de correr con antorchas en memoria de la raptada Proserpina podía adoptar un sentido religioso, si el pueblo cristiano con cirios encendidos marchaba al templo en honor de la Virgen María” en Plazaola, J.: Historia y sentido del arte cristiano, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1996, p. 732.
[2] Íbidem, p. 737.
[3] Íbidem, p. 738.
[4] Íbidem, p. 738. El texto completo de la resolución de Maguncia: “Mandamos severamente que se mantenga en las iglesias el uso de las imágenes, por ser útiles para educar al pueblo y para mover los ánimos de todos; con tal que nuestros pastores adviertan cuidadosamente al pueblo que las imágenes se exhiben no para que sean adoradas o veneradas, sino para que pensemos qué es lo que debemos adorar y venerar y de qué cosas debemos acordarnos con provecho. En cambio, prohibimos terminantemente que se pongan en las iglesias imágenes procaces, o con adornos excesivos de tal hechura que responden más a liviandad mundana que a motivos de piedad. Tan lasciva ostentación de arte la juzgamos grave, aun en casa privada, para un severo padre de familia, y en los templos, absolutamente intolerable”.
[5] Íbidem, p. 726.
[6] Íbidem, pp. 739-740.
Simbolismo e imagen en el arte céltico.

Por: Aura Fernández Tabernilla, Máster en Ciencias de las Religiones por la Universidad Complutense de Madrid.

Correo electrónico: aurataber@hotmail.com

Introducción

Mapa de la distribución y expansión de los pueblos celtas. 
Imagen sacada de: www.wikipedia.org
Hoy en día todo lo que rodea al mundo céltico está rodeado por un halo de romanticismo impregnado por cultos heroicos y mitos “artúricos”. Sin embargo, Los celtas “históricos” fueron una serie de pueblos del norte de los Alpes, conocidos principalmente por sus artes guerreras, que se expandieron por Europa durante los siglos IV y III a.C. especialmente, y que mostraban una serie de características comunes, entre las que destacan: una misma lengua indoeuropea y una misma cultura material, que se desarrolló, sobre todo, en las grandes etapas de Hallstatt (700-600 a.C.) y La Tène (475-400 a. C.-130-18 a. C.) Estos pueblos estaban configurados en tribus y presentaban una sociedad altamente jerarquizada, dominada por unas élites guerreras que disfrutaban de altos niveles de riqueza y prestigio. La evidencia arqueológica, particularmente del mobiliario funerario, de la cultura de Hallstatt[1] transmite una imagen de dichos pueblos como comerciantes que tenían control sobre los recursos y que gozaban de estrechos contactos con el mundo mediterráneo, con cuyas poblaciones intercambiaban sal, cobre, oro, objetos de arte, pieles y esclavos, a cambio de cerámica ática y recipientes de bronce.
Oppidum Manching (Bavaria, Alemania).  Siglo III a.C. 
Imagen sacada de: www.unc.edu

Los cambios perpetrados en el arte céltico durante su evolución fueron de la mano de los acontecidos en la propia cultura céltica. La centralización de la Europa celta del siglo VI a.C. se desgajó durante la expansión de estos pueblos al este y al oeste, la cual alcanzó su punto álgido en los siglos IV y III a.C. y provocó el desarrollo de un gran número de centros locales que se establecieron desde Britania a Rumanía. Con todo, el antiguo ideal guerrero dominaba aún en la sociedad céltica y los símbolos de honor y autoridad se desplegaban todavía por los trabajos en metal principalmente. Durante los siglos III y II a.C. la presión sobre los celtas de los pueblos de la Dacia y de Germania en el este y de los romanos en el sur se incrementó notablemente, causando que su difusión fuera bastante menor. En esta época no sólo tuvo lugar un cambio en las prácticas funerarias, pasándose de la inhumación (empezaron a desaparecer las ricas tumbas hallstátticas) a la cremación, sino que también comenzaron a surgir los asentamientos fortificados conocidos como oppida[2], símbolos inequívocos de la inestabilidad e inseguridad del periodo.  Por último, debería hacer referencia al caso más característico dentro del mundo celta: Gran Bretaña. Aunque Britania había estado sujeta a las influencias continentales desde el periodo hallstáttico, las tradiciones artísticas de La Tène no se introdujeron poco antes del 300 a.C., momento a partir del cual el arte empezó a mostrar la existencia de un nuevo sistema de creencias. No obstante, la situación en Britania y en Francia cambió durante los siglos I a.C. y I d.C., cuando los romanos conquistaron y se anexionaron estas regiones. Sólo las áreas británicas que permanecieron “virtualmente” fuera del Imperio Romano (buena parte de Gales, Escocia e Irlanda) continuaron con su cultura y sus prácticas tradicionales. Los motivos habituales del arte céltico perdieron su relevancia con la llegada del Cristianismo, que experimentó un gran auge en Irlanda particularmente, en donde en torno al 600 d.C. se habían establecido un buen número de monasterios. El monaquismo[3] promovió un nuevo arte que se manifestó, sobre todo, en cruces de piedra labrada y en manuscritos iluminados.

El arte en el mundo celta

Trisquel de Santa Tecla. A Guarda, Pontevedra, Galicia. 
Imagen sacada de: www.corma.eu
Se suele aplicar el término “celta” a un arte que se distingue por la diversidad de estilos, siendo, por tanto, el eclecticismo y la variedad sus características principales. Sin embargo, hay que señalar que muchos de los elementos que se asocian con este tipo de arte no son propiamente “celtas”, sino que fueron adoptados de otros repertorios artísticos y modificados sutilmente[4]. En definitiva, se trata de un arte en el que no sólo predomina fundamentalmente el patrón, sino que también abundan las formas curvilíneas, las líneas entrelazadas, los motivos geométricos (trisqueles, rollos o palmetas) y los diseños complejos.
Como es obvio, gran parte de los votivos artísticos célticos están íntimamente relacionados con el sistema de creencia de estos pueblos, lo que dificulta bastante una interpretación rigurosa y certera de los mismos, pues la religión celta está plenamente reconstruida a partir, sobre todo, de las evidencias arqueológicas –a través de la iconografía y de la epigrafía que se desarrollaron durante el periodo romano- y de las obras de los autores greco-romanos, quienes fueron muy subjetivos en sus interpretaciones[5]. Con todo, se puede decir, gracias a la contrastación llevada a cabo entre las fuentes arqueológicas y las literarias, que la religión de estos pueblos se basaba fundamentalmente en la naturaleza.
Los celtas favorecieron su preocupación por los fenómenos naturales observables como las estaciones, el tiempo, o las actividades cosmo-celestiales del sol, el trueno, el rayo y la lluvia. Asimismo, al estar organizados en sociedades rurales, su vida estaba sujeta de manera inexorable a la fertilidad de sus cultivos y a la domesticación de sus animales, por lo que todo esto fue objeto de adoración y culto, llegando a desarrollarse una importante tradición de simbología animal. También fueron divinizados elementos topográficos como manantiales, ríos o montañas; así como se veneraba todo lo relacionado con la muerte, la regeneración o la transformación[6]
Relieve galo-romano de la diosa celta Epona
Gannat. Allier. Francia. 
Imagen sacada de: www.repro-tableaux.com
A la luz de lo ya visto, resulta evidente que el simbolismo en el arte céltico es muy complejo. Desde el punto de vista de lo abstracto destacan: a) el elemento de lo opuesto, el cual tiene una gran relevancia entre los celtas, siendo en este marco donde se pueden integrar las divinidades antropomorfas femeninas y masculinas, pues muchas de las mismas eran símbolo tanto de vida como de muerte. Las diosas celtas, por ejemplo, presentan un carácter maternal muy marcado y parece que estaban presentes en todas las etapas de la vida del hombre: desde su nacimiento hasta su muerte, pasando por la adolescencia y la madurez. También se dedicaban a los temas relacionados con la fertilidad y la abundancia, ambos fuente de preocupación primordial en la cultura celta, así como con la curación, la regeneración, la protección e, incluso, el destino de los hombres. Entre las diosas más conocidas se encuentra Epona, divinidad de la fertilidad y de la naturaleza originaria de la Galia, asociada con el agua, la curación y la muerte; b) la metamorfosis. Los flujos y los cambios caracterizaban la vida de los celtas. Según la mitología irlandesa y la mitología galesa, sobre todo, todo ser podría estar representado por otro, estando ambas llenas de historias de animales que antes fueron humanos y de divinidades con ambas formas, tanto humana como animal. Los mitos sobre la diosa Morrigan, por ejemplo, cuentan que ésta solía aparecer en el campo de batalla como la guerrera Cú Chulainn o bajo el aspecto de una loba, una vaca o un águila, siendo precisamente una de sus funciones la de influir en los acontecimientos bélicos a través de sus metamorfosis. Esta ambigüedad se representaba con figuras de todas las formas humanas posibles y multitud de cabezas[7], máscaras y adornos en el cabello –tales como coronas, que simbolizaban a las deidades, y que eran llevadas por los sacerdotes durante las procesiones- asociadas estas últimas con los rituales religiosos. Finalmente, la muerte era considerada por estos pueblos como la metamorfosis final, siendo aquí donde se enmarcan los sacrificios humanos, por ejemplo, una costumbre bastante extendida entre los celtas, quienes creían que interrumpir de forma abrupta y violenta la vida de una persona, favorecía su renacimiento inmediato en el otro mundo intemporal.
Triple cabeza. Imagen sacada de:
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Por último, desde el punto de vista de lo físico, hay que indicar: a) el simbolismo del mundo natural. Aunque los sacrificios de animales eran muy usuales en el mundo celta, tanto las bestias salvajes como las domésticas eran muy respetadas, siendo el caballo -símbolo de velocidad, belleza y pericia sexual, este animal también tenía importantes connotaciones religiosas, estando fuertemente asociado con la diosa gala Epona y el dios celta del Sol, a quien se representaba a caballo en las columnas de piedra de Gales y en la Alemania occidental- y el perro –animal que tenía tres áreas principales de asociación simbólica para los celtas: la cacería, la curación y la muerte- algunas de las más importantes; y b) el simbolismo de lo material. Los objetos que los celtas utilizaban en las ceremonias e, incluso, en el día a día solían estar dotados de un rico simbolismo religioso. Era habitual que en dichos objetos se grabaran símbolos celestiales como, por ejemplo, la rueda, la esvástica o la espiral. Entre los más significativos se encuentran: el barco -elemento muy común en el simbolismo y en los rituales de las tribus del noroeste de Europa. Se ofrecían barcos hechos con metales preciosos a los dioses, especialmente a los que tenían que ver con el mar y el agua. Además, el viaje por el mar sugería el viaje del alma al más allá: Manannán Mac Lir, un dios irlandés del mar, que se llevaba a los héroes celtas hasta el otro mundo, que estaba situado debajo de las aguas-, el caldero - las vasijas para cocinar en las ceremonias eran primordiales en los rituales funerarios y en los festines relacionados con el renacer y la resurrección- o el torque - era un símbolo de dignidad y de estatus con el que se representaba a las divinidades y que, también, solía ser llevado por los miembros de la aristocracia, siendo habitualmente enterrados con él como ofrenda a los dioses-.

BIBLIOGRAFÍA BÁSICA:

·         Adkinson, R. Símbolos sagrados. Pueblos, religiones y misterios. Ediciones Librería Universitaria de Barcelona, S. L., Barcelona, 2010.
·         Green, Miranda J., Arte celta: leyendo sus mensajes, Tres Cantos: Akal, D.L., Madrid, 2007.
·         Green, Miranda J. Symbol and image in Celtic religious art, London: Routledge, 1989.
·         Harding, D. W., The archaeology of celtic art, Routledge, Taylor and Francis Group, London and New York, 2007.
·         Lloyd, Laing, Art of the Celts, London: Thames and Hudson, 1992.



[1]Son notables los yacimientos arqueológicos de Heuneberg en Baden-Württemberg, oeste de Alemania, y de Mont Lassois en Borgoña, Francia. Green, Miranda J., Arte celta: leyendo sus mensajes, Tres Cantos: Akal, D.L., 2007, pág. 22.
[2]Estas protociudades son muestra, asimismo, del resurgimiento del comercio con el mundo mediterráneo, así como de la fuerte influencia de la civilización urbana que hacía tiempo que se había desarrollado en la Europa grecorromana.
[3]La Iglesia irlandesa surgió durante el siglo IV d.C., convirtiéndose en un centro misionero tremendamente importante que envió monjes al resto del oeste céltico e incluso a Italia. En Inglaterra, los monjes irlandeses entraron en contacto con las tradiciones artísticas anglosajonas y, en el continente, con la cultura material de, entre otros, los francos.
[4]En numerosas ocasiones, el arte celta ha tomado u adoptado elementos de la Grecia clásica, del arte oriental, del  romano o del vikingo, por ejemplo. Lloyd, Laing, Art of the Celts, London: Thames and Hudson, 1992, pág. 8.
[5]También es fuente de conocimiento en este tema la literatura irlandesa y galesa. Sin embargo, estas obras pertenecen en su mayoría al periodo medieval, por lo que están situadas en una cronología algo tardía. Aunque, con todo, no son del todo desdeñables. Green, Miranda, J. Symbol and image in Celtic religious art. London: Routledge, 1989, pág. 1
[6]Un ejemplo clásico de una forma que se transforma es el rostro reversible, masculino (un hombre triste mayor) o femenino (una joven alegre) dependiendo de la posición desde la que se observe, de Bad Dürkheim, en Renania. Lloyd, Laing, op. cit., pág. 16.
[7]La triple cabeza fue la tríada más repetida. Es símbolo de amplitud e intensidad, y en las representaciones individuales de los dioses o de sus cabezas es habitual encontrarlas con tres rostros: uno principal y dos adheridos. Adkinson, R. Símbolos sagrados. Pueblos, religiones y misterios. Ediciones Librería Universitaria de Barcelona, S. L., Barcelona, 2010, pág. 120.