Por: Rodolfo Padilla Sánchez
El catarismo es una herejía
dentro del mundo cristiano occidental, puede que la más pujante de cuantas
acontecieron en el Medievo. A menudo es considerado como una teología alternativa
a la de la Iglesia romana, con rasgos contrarios a los del orden religioso
establecido, en especial en aquellos de materia sacramental.
El catarismo es un
movimiento a medio camino entre el neomaniqueísmo y el catolicismo romano que
se extendió por toda Europa, aunque es generalmente asociado con el sur de
Francia: Occitania. Los factores políticos y territoriales jugarán un papel
fundamental en el crecimiento del catarismo, teniendo en cuenta las diferencias
entre la Francia más septentrional y la Francia del país de Oc. Como señala
Emilio Mitre, el monje y cronista francés Raúl Glaber hablaría, a principios
del siglo XI, de la gens francorum como el pueblo más puro y virtuoso,
invadido por un grupo de hombres frívolos y vanidosos, gentes que definía como
excéntricas y provenientes de Aquitania y Auvernia: los primeros herejes del
Languedoc.
A las diferencias políticas
y territoriales se les une también varios rasgos sociales que dividen las “dos
Francias” y que se representan en el mundo feudal del Norte y el conjunto de
dominios más o menos independientes que conforman el Sur. La cruzada que
pondría fin a los cátaros (o al menos a sus territorios) tendría también
connotaciones políticas y no solo religiosas, debido al choque del feudalismo del
Norte contra la tentativa meridional de organización más liberal «[…] la
tentativa de organización republicana fue vencida y la cruzada restableció en
el mediodía de Francia el sistema feudal», según la referencia que Mitre hace
de Guizot (Mitre, 2007: p. 94).
A esto se puede añadir que
la Francia Norte conseguiría una concordia entre el poder secular y
eclesiástico, a través del cual París contó con asesores eclesiásticos,
mientras que los territorios septentrionales dieron autores como Bernardo de
Claraval o Hugo de San Víctor. El Mediodía, por el contrario, no contó con ese
acuerdo entre gobierno e Iglesia ni tampoco con autores o teólogos tan
influyentes. Además, los señores del Languedoc no veían el catarismo como una
amenaza.
Pero antes de desarrollar las causas y consecuencias
de la religión de Albigeois en Occitania, es necesario conocer sus orígenes y
también su pensamiento con mayor profundidad, por lo que no debemos alejarnos
demasiado de Palestina y Arabia, enclave geográfico que significó el germen del
judaísmo, del cristianismo y del Islam. Fue en el año 1133 ab urbe condita -380
d.C-, cuando el emperador Teodosio declaró al cristianismo niceno como la
religión oficial del Imperio, a través del Edicto de Tesalónica. Desde
entonces, las persecuciones y martirios tocaron a su fin, dando paso a una
época de expansión de la Iglesia que perduraría a lo largo de los siglos. En el
siglo II y a partir de las ideas heréticas rebatidas por los padres de la
Iglesia, nacen las bases de su teología y por lo tanto, también los herejes ('separados',
en griego).
Un fruto de estas separaciones en la Iglesia es el
maniqueísmo, considerado como padre del catarismo. La cosmovisión dualista de
Mani señala a la Luz y a las Tinieblas como dos elementos coeternos, del mismo
poder, pero opuestos. El Bien combatiría contra el Mal en su afán por la
redención del hombre a través de salvadores y salvados precipitados a las
tinieblas y llamados a la luz. El catarismo también bebe del gnosticismo (gnosis,
'conocimiento'), cuya enseñanza se caracteriza por la transmisión de un
relato mítico: los mitos siroegipcios afirman que en el principio, un Dios
rodeado de eones gobernaba sobre un universo de perfección, unidad y
luz, el Pléroma. Uno de estos eones engendró al demiurgo, que
crearía el mundo que conocemos, compuesto de división, cambio y muerte.
El maniqueísmo tomaría también la percepción siria de
coexistencia entre Bien y Mal que, al juntarse, habrían dado origen al mundo
sensible. Es decir, habría un mundo de las ideas, inteligible, y un mundo
sensible creado por un demiurgo tal cual expusiera Platón. Estos mitos tendrían
como objetivo explicar el destino del espíritu del hombre. El Dios de Pléroma
enviaría a Jesús para enseñar a los hombres a liberarse de su prisión de carne,
adoptando una forma humana, porque lo divino no puede comprometerse con lo
material. De este modo y según Basílides, fue Simón de Cirene el crucificado y
no Cristo, porque lo inmaterial no puede morir como los hombres. El gnóstico
sabe que en él habita una chispa divina y por ello intenta liberarse de la
materia y acceder a la vida verdadera. Esta interpretación gnóstica explica que
hay centenares de anillos concéntricos separando las Tinieblas -o mundo
terrestre- del mundo de la Luz. Mediante un conjunto de prácticas rituales y
encráticas, se huye del mundo y conseguimos acercar nuestro espíritu al Bien.
Al sumar las visiones dualistas de maniqueos y gnósticos con el catolicismo
romano que se desarrolla en la Edad Media, podemos hablar del nacimiento del
catarismo.
“Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo
da frutos malos. No puede árbol bueno dar malos frutos [...]” (Mt 7, 17-18), es
lo que predican los cátaros con su lectura dualista del Evangelio. Al igual que
en el maniqueísmo, el Bien y el Mal coexisten y, como explican los gnósticos, cada
elemento daría origen a algo diferente. El mundo que podemos ver, rodeado de
sufrimiento, injusticias y muerte, es contrario al Dios de justicia y amor que
a través de Jesucristo dijo: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). El
Yahvé del Antiguo Testamento crearía el mundo terrible, el terrenal, a su
imagen y semejanza y Satán sería su príncipe, mientras que el Padre, que ignora
el Mal, crearía un reino espiritual de Luz. Según el mito judeocristiano, los
cátaros explican que cuando Lucifer cayó de la patria celeste, acompañado de
sus cómplices, se convertiría en el demiurgo que dio forma a los seres y a las
cosas visibles a través de los cuatro elementos de Dios, encerrando a los
ángeles caídos en cuerpos humanos, añadiéndoles así un alma celeste. Sin
embargo, Lucifer no podía terminar su obra, por lo que pidió ayuda a Dios, que
le envió dos ángeles. Lucifer los mantuvo prisioneros en los cuerpos de Eva y
Adán, que se reprodujeron al mismo tiempo que los otros cuerpos. Es así como se
explica que cada persona encierre una parte divina y otra compuesta por el
pecado original.
Sin embargo, desde un punto de vista meramente
dualista, el demiurgo sería responsable de la mala creación y además de una criatura
del Dios superior, creador de los elementos y, aunque de manera indirecta,
también del mundo sensible y del Mal. En 1203, Juan de Lugio, obispo cátaro de
Desenzano, explicará en el Libro de los dos principios, siguiendo la
lógica de Aristóteles, que los principios del Bien y del Mal no sólo son
opuestos, sino que también independientes y responsables de las dos creaciones:
el Bien sería el origen del ser y de lo eterno, y el Mal, el principio de lo
provisional y de la nada. Satán, emanación del mal principio, atacaría el reino
de la Luz y, derrotado por el arcángel san Miguel, arrastraría a la Tierra sus
legiones y con la cola, un tercio de los astros del Cielo (Ap 12, 3-9). Los
cátaros especifican también que un tercio de las almas cayeron al mundo sensible,
dejando en su patria sus cuerpos luminosos. Serían encerradas por Lucifer en
«túnicas de piel» y retenidas en el exilio por el olvido: eran eternas, pero en
su recuerdo se había borrado el origen divino, por lo que cada vez que un alma
muere se reencarna en cuerpos distintos.
Como el Padre no podía abandonarlas, envió a su Hijo
para que les mostrara las vías de salvación, tomando forma humana y trayendo un
mensaje que les recordara su patria. Con el Bautismo hizo descender sobre las
almas el Espíritu Santo, para que pudieran recuperar sus cuerpos luminosos en
el reino del Bien. Una vez que los tiempos de Jesucristo y los primeros
apóstoles terminaron, los Buenos Cristianos cátaros debían despertar a las
almas predicando el Evangelio y tomando como única Biblia el Nuevo Testamento.
Los cátaros renunciaron a la Eucaristía y admitieron la persecución del Hijo
-del mismo modo que ellos fueron perseguidos por la Iglesia Romana-, pero no su
realidad física. Predicaron la inexistencia de infierno y Juicio Final, aunque
aseguraron que algún día todas las almas volverían a encontrarse en el reino
eterno: el mundo del Mal desaparecería con ellas.
Esta es la cosmovisión que adoptaron los cátaros y en
la que se fundamentó parte de su teología, que dará lugar a una serie de
movimientos que se repartirán por toda Europa, marcando como un principio al
que hace referencia Cosmas, un sacerdote cristiano, que definió una nueva
herejía dualista que se desarrolló en Bulgaria y Bizancio en torno al año 1000:
“Ponen en práctica una existencia de humildad y penitencia, revestidos de ropa
sencilla, alimentados frugalmente, con una vida marcada por el caminar
incesante y la mendicidad” (Mestre, 1997: p. 21). Todo esto concuerda a la
perfección con lo que conocemos de los cátaros del Languedoc: dualistas en la
doctrina, pero evangélicos en el obrar.
Esta nueva herejía que Cosmas define se trata del
bogomilismo, nacido en Bulgaria durante el reinado del rey Pedro. Los bogomilos
practicaban la abstinencia de la carne y el vino, rechazaban el matrimonio,
ayunaban y trabajaban con sus propias manos. Practicaban la pobreza evangélica
y fustigaban a los ricos boyardos. Del mismo modo que esta secta, los cátaros
renunciarían a los placeres terrenales, a la Iglesia Romana y dedicarían su
vida a la oración, denunciando la opulencia de que disfrutaba la comunidad
eclesiástica. Es por esto por lo que a mediados del siglo XI el papa León IX
(1048-1054) aprovecha el concilio de Reims, celebrado en 1049, para decretar la
excomunión de los Buenos Cristianos. En sus palabras, son: “herejes, […] junto
con todos los que reciben presentes o servicios de ellos o les presentan […]
apoyo o defensa”. Años después, el papa Víctor II ratifica la denuncia contra
los «cómplices» de la herejía en el concilio de Tolosa, con las siguientes
palabras: “los que mantienen con ellos cualquier relación […] no encaminada a
devolverlos a la fe católica” (Roux-Perino, Brenon, Llasat Botija, 2006: p.
37). En este caso, la definición hace referencia a un grupo mucho más amplio.
No obstante, la predicación de cruzadas y la lucha interna contra la corrupción
de la Iglesia y la relajación de su clero hizo que la preocupación por combatir
la herejía que se extendía por la Galia y el resto de Europa se redujera. Esta
situación se mantuvo hasta que a fines del siglo XI los prelados se dieron
cuenta que las nuevas ideas que se denunciaran con anterioridad habían subido
al poder: en Milán, el papa Esteban IX apoyó la rebelión contra el clero
corrupto que los patarinos habían comenzado y Gregorio VII trató como mártir a
Ramihrd, un hombre mandado a la hoguera por el obispo de Cambrai debido a su
negación de los sacramentos administrados por un clero simoníaco.
En medio de una Europa por la que se extendían los
diferentes movimientos heréticos y que se cobró numerosas víctimas a manos de
la Iglesia aparece la llamada Gleisa de Dio: la Iglesia propuesta por
los cátaros y que se opone a la «falsa» iglesia pontificia. Esta Gleisa de
Dio se revela en la Occitania de los siglos XII y XIII, formada por los
Buenos Cristianos (el clero mixto al que pertenecen hombres y mujeres), que han
recibido el Consolament (el único sacramento cátaro) en una ceremonia
pública a la que asisten creyentes y Buenos Cristianos. Ante el obispo, el
postulante acepta la regla de justicia y de verdad en la que la ascesis
alimentaria excluye de su dieta la carne, los huevos y todos los productos
lácteos, aunque se les permite comer pescado, aceite, pan, frutas y legumbres
todos los días de la semana excepto los lunes, los miércoles y los viernes, que
se reservan para el ayuno. Durante los períodos de las tres cuaresmas, el Buen
cristiano puede consumir pan, agua y algunas frutas y legumbres. A la hora de
comer, este clero mixto observa el rito del pan de la santa oración, en
recuerdo de la Última Cena, aunque en este caso el pan no es símbolo de la
transubstanciación, sino del maná divino: el Evangelio. Los Buenos Cristianos
se someten a una castidad absoluta que les impide tener contacto con una
persona de otro sexo; viven del trabajo de sus propias manos, les está
prohibido blasfemar, mentir y juzgar, además de matar. Las oraciones que el
Buen Cristiano debe pronunciar a lo largo del día son: el Padrenuestro, el
Adoremus y las Acciones de Gracias. Y, ni aunque estén bajo martirio pueden
renegar de su Orden.
Como ya se ha indicado, el movimiento más conocido es
el de los albigenses en Occitania, pero Europa también puede hablar de cátaros
que recibieron nombres distintos según las regiones y que se extendieron a lo largo
del siglo XII. Por ejemplo, Roberto “le Bougre” sería el inquisidor encargado
de destruir a los publicanos y pifles; Conrado expulsará la
herejía de Alemania y Renania; y Enrique II no tendrá clemencia con ellos en
Inglaterra. Los patarinos en Italia fueron el único refugio restante de los
cátaros.
Al sudoeste de Châlons-en-Champagne, la región de
Vertus fue testigo de la primera manifestación de las herejías del año 1000 con
el infortunado Leutardo. En la carta que los canónigos de Lieja envían al papa
Lucio hacia 1145 señalan esta región como la cuna del catarismo en el norte de
Francia. Los predicadores protocátaros Clemente y Everardo mueren en una
hoguera encendida en Soissons en el año 1114 y cuarenta y tres años después
Sansón, arzobispo de Reims, dicta una serie de condenas contra los pifles: confiscación
de bienes, estigmas con hierro candente y expulsión para los fieles, aunque los
que encabezaran la secta sufrieran cadena perpetua o la muerte. Guillermo, el
sucesor de Sansón, encenderá una pira en Reims hacia 1180 donde morirá una
joven denunciada por Gervasio de Tilbury, clérigo inglés al servicio del
arzobispo. La joven firmó su sentencia cuando se opuso a los avances del
inglés, que ante tanta castidad pensó que «pertenecía a la muy impía secta de
publicanos, en aquella época perseguida y aniquilada en todas partes, pero
sobre todo por Felipe, conde de Flandes, que los castigaba sin misericordia con
justa crueldad» (Roux-Perino, Brenon, Llasat Botija, 2006: p. 58) como explica
Raúl, abad de Coggeshall.
Las hogueras se irán sucediendo para los herejes a lo
largo del siglo XI hasta el siglo XII, que será cuando la represión se
recrudezca en manos de Roberto “le Bougre”, que encenderá piras en Borgoña,
Flandes, Soissonais y por último en Champaña. Su crueldad le costará cara,
porque será condenado a cadena perpetua hacia 1136. El 13 de mayo de 1239, en
Le Mont-Aimé, se reúne un concilio formado por obispos y prelados que, al
término, encendieron una hoguera enorme, descrita por Aubry de Trois-Fontaines
como «un inmenso holocausto agradable al Señor», de ciento ochenta y tres bougres.
De este modo, se lograría concluir con la herejía en Champaña.
En torno a la abadía de Vézélay, hacia 1167, se
detienen a nueve herejes “deonarios o publicanos”. El abad solicita la opinión
de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, que le aconseja que sean entregados
al poder secular. Los acusados permanecen dos meses encarcelados por separado y
compareciendo ante varios prelados. Después, los arzobispos de Lyon y de
Narbona, el obispo de Nevers, el abad de Vézélay y otros clérigos condenan a
estos nueve herejes a morir en la hoguera. No obstante, dos de ellos abjuran y
son sometidos a la prueba del agua hirviendo para demostrar su buena fe, por lo
que se libran de la muerte que padecieron sus compañeros en el valle de Écouan.
En 1198, se abre una investigación ante la negativa de unos herejes de
comparecer ante el obispo de Auxerre, con la que Bernardo, deán del cabildo
catedralicio de Nevers, y Reinaldo, abad de Saint-Martin, son acusados y
suspendidos de sus funciones. Enviados a Roma para responder ante Inocencio
III, Reinaldo fue condenado por “origenista” y muere en la cárcel mientras que
Bernardo es liberado tras un juramento de purificación. Guillermo, otro canónigo
de Nevers, consigue huir de la persecución y se refugia en el Languedoc,
tomando como nuevo nombre el de Thierry, donde es protegido por el señor de
Servian, yerno de la perfecta cátara Blanca de Lauriac. Dentro del castillo de
Servian, Thierry y su correligionario Baudoíno participan en un debate
teológico contra Diego de Osma, Domingo de Guzmán, Castelnau y Raúl de
Fontfroide.
Mientras tanto, los cátaros borgoñones son perseguidos
y, según explica Hugo de Noyers, se «dedica una gran diligencia a reducir a los
herejes llamados bougres […]. A la mayoría de ellos se les confiscan los
bienes, a otros de los destierra y a otros se los quema» (Roux-Perino, Brenon,
Llasat Botija, 2006: p. 60). Los herejes fueron apartados de la Iglesia y
entregados al poder secular, por lo que Inocencio III intervino en las acciones
del cardenal legado Pedro de Saint-Marcel, denunciado por la burguesía. En el
año 1233 se delega en los hermanos predicadores del convento de Besançon la
tarea de combatir la herejía de Borgoña. A ellos se les unirá el hermano
Roberto, apodado “le Bougre” (búlgaro, pero también bribón), que había sido
cátaro en Milán. La actividad se inició en Charité-sur-Loire, donde empiezan
las hogueras y los que abjuran son obligados a humillarse con correas y yugos
al cuello.
Los primeros indicios de herejía en Flandes aparecen
en Arras, a partir del siglo XI, donde en 1025 se detiene a los primeros
herejes. Hacia 1130, las poblaciones de Brujas y Amberes cuentan con muchos
adeptos de Ramihrd, el condenado a la hoguera por el obispo Gerardo II. En el
concilio de Reims, en 1157, el arzobispo Sansón dicta una serie de condenas
contra los “tejedores” o pifles y su sucesor, Enrique, detiene a unos publicanos
en Flandes. La represión se reemprende en Arras hacia 1172, cuando se manda
a la hoguera a un clérigo llamado Roberto por expresar una opinión ambigua
sobre la eucaristía. En 1182 se realiza una expedición contra los “enemigos de
la paz y de la fe” y son muchos los que mueren en la hoguera, con sus bienes repartidos
entre las autoridades. Otros, sin embargo, abjuran y resisten las ordalías de
agua y hierro candentes. Su herejía rechazaba el bautismo de los niños y la
eucaristía y consistía en creer que todo lo eterno fue creado por Dios, al
contrario de todo lo corrupto y material, que fue obra de Luzbel. A partir de
1235, Roberto “le Bougre” hace arder piras por toda la región y destruye el
catarismo en Flandes.
La implantación de la herejía tuvo especial fuerza en
Renania, donde entre 1130 y 1135 se detuvieron y quemaron herejes, aunque sería
en Bonn, Maguncia y Colonia donde tendrán lugar varias oleadas de represión
desde 1154 hasta 1164. Al final de este período, Hildegarda de Bingen alerta a
los prelados renanos sobre unos hombres de rostro pálido y cabeza afeitada que
vestían capas descoloridas, seducidos y enviados por el diablo, con el fin de
unirse a los principales jefes seculares para denunciar las costumbres indignas
del clero. También decía que esos hombres eran tranquilos y despreciaban la
avaricia, «pero el diablo está con ellos...». Hildegarda volverá a denunciar a
estos herejes en Maguncia, donde los llamará saduceos y negadores de la
humanidad de Jesucristo, así como de la santidad de su cuerpo y de su sangre.
Ante estas palabras, el Sacro Imperio y la Iglesia firman la bula Ab
abolendam con la que se apoyan para combatir la herejía. Desde entonces,
las hogueras empezarán a arder en Alemania y Renania: el más cruel de los
inquisidores fue Conrado de Marburgo, asesinado en 1233, lo que frenó la actividad
de la Inquisición.
Las fuentes nos indican que la herejía en el sentido
amplio de la palabra nació en el Piamonte, cuando en el año 1028 se enciende
una hoguera en Turín donde mueren unos herejes descubiertos en el castillo de
Monteforte. Desde el siglo XII, Italia se llena de diversos movimientos en los
que la pobreza evangélica es su característica fundamental como lo demuestran
los humillados de Lombardía, los pobres católicos de Durando de
Huesca, o los pobres reconciliados de Bernardo Prim. Los cátaros también
habitan Italia, a menudo llamados patarinos, por derivar de Pataria, un
movimiento religioso contestatario nacido en Milán a mediados del siglo XI.
Esta nueva herejía obtuvo el apoyo de Esteban IX durante la reforma gregoriana,
por criticar la actitud simoníaca y nicolaísta del clero, aunque fue reprimido
en ciudades como Plasencia y Florencia. A partir del siglo XII se puede
demostrar la existencia de una Iglesia cátara en Italia, dirigida por Marco de
Concorezzo, al que se presenta como un antiguo sepulturero convertido al
catarismo por un notario francés. Cuando consigue ganar numerosos adeptos para
su Iglesia, Nicetas (obispo bogomilo de Constantinopla) decide alojarse en
Milán con Marco, como parada de una misión pastoral en Occidente. Ambos asisten
al concilio cátaro de Saint-Félix y Marco es ordenado obispo de Lombardía.
Tras la muerte de Marco, la Iglesia cátara no se pone
de acuerdo en la elección de un nuevo líder y por eso queda dividida en seis
obediencias. Cada una de ellas respondía a un jefe religioso y estaban
vinculadas a iglesias balcánicas o bogomilas como la de Eslavonia o la de
Dragovitza. Los cátaros, aunque de diferentes iglesias, se reunían en cualquier
lugar de Italia e incluso en las domus patarinorum, lugar de encuentro en las que
serían detenidos los últimos herejes. Los adeptos al catarismo pertenecían
también a los gobiernos de las ciudades, como nos muestran importantes familias
de Vicenza, como los da Romano. Esta situación empezaría a resultar alarmante
para el papado en 1173 y ya en 1200, Inocencio III amenaza a Viterbo con
eliminar su diócesis. A través de un acuerdo firmado con el papa, Federico II
Hohenstaufen combatiría a los cátaros cortándoles la lengua por blasfemos y
arrojándolos a la hoguera. Pero una vez más, las querellas entre el Imperio y
el clero se reavivan con Federico II y Gregorio IX y es entonces cuando Italia
divide sus poblaciones en güelfos (partidarios de la Iglesia) y gibelinos
(partidarios del emperador). Hohenstaufen convierte a los cátaros en sus
aliados contra el papa y así se logra retrasar la actuación de la Inquisición
contra los herejes. De todos modos, la represión empieza en 1232 y las ciudades
de los güelfos empiezan a ver las primeras hogueras y en 1250, a la
muerte de Federico II, con Carlos I de Anjou al frente del reino de Sicilia, la
inquisición puede empezar a actuar con total libertad.
Aunque la herejía naciera en Italia, sería en
Occitania donde más sería recordada, quizás por la represión que sufrieron los
cátaros, llamados albigenses por proceder de Albí, y que no se produjo en los
demás movimientos. Esto se debe a que el maniqueísmo se encontraba bien
enraizado y evoluciona a la vista de todos desde el siglo XI; además, contaba
con la protección de los nobles regionales, de los cuales algunos simpatizaban
con la teología cátara por no considerarla un peligro para la sociedad. En
1145, Bernardo de Claraval explica que la herejía del Mediodía cuenta con la
permisividad de las autoridades seculares, que les permitían predicar por los
caminos de Occitania y reunirse en casas-taller para presentar sus
interpretaciones del Nuevo Testamento. Gracias a que la baja y alta nobleza
occitana no apoyaba a la Iglesia, y porque gobernaban sus territorios de un
modo casi independiente, fue posible que el catarismo se desarrollara más en
esta zona y que sus concilios (como el de Saint-Félix) se celebraran allí. Sin
embargo, también esto fue la causa de su represión.
La herejía de los albigenses fue una de las primeras
en ser denunciadas por Roma, pero por el contexto antes mencionado, las
autoridades religiosas no pudieron actuar con la misma eficacia y violencia con
que lo hicieron en otras zonas de Europa, sino que se dedicaron a enviar
legados encargados de predicar contra las ideas heréticas y de negociar con los
nobles la persecución de los herejes, aunque no consiguieron lo propuesto. Fue
Inocencio III el que más centró sus esfuerzos en combatir a los cátaros, y el
que la reprimió con mayor crudeza. Diego de Osma y Domingo de Guzmán serían dos
de los muchos predicadores que llegaron a Occitania, pero fue con Pedro de
Castelnau con el que se precipitaron los acontecimientos.
En 1203 fue nombrado legado papal y en 1204 pide al
pontífice poder regresar a la abadía de Fontfroide, consciente del poco efecto
que su misión provoca, aunque Inocencio III no lo permite y su legación se
mantiene. En 1207, Castelnau excomulgaría al conde Raimundo VI de Tolosa, que
se reúne con Castelnau en Saint-Gilles para que retire la excomunión, aunque el
legado se niega, muriendo asesinado el 14 de enero de 1208 por un soldado de
Tolosa a orillas del Ródano. No es posible determinar por qué es asesinado
Pedro de Castelnau, pero toda la culpa recayó sobre el conde de Tolosa, que
niega haber instigado el atentado. El 10 de marzo de 1208 se expide una bula
con la que se pone principio a una nueva cruzada, esta vez contra los
albigenses, y cuya actuación comenzará en junio de 1209 con la concentración de
tropas en Lyon. Esta cruzada enfrentará a la nobleza del norte de Francia
(dirigida por el también legado Arnaldo
Amaury y por el barón Simón de Montfort) contra la nobleza del sur, en la que
asimismo tomarán parte en Muret las tropas del rey Pedro de Aragón, que morirá en
esta batalla. La contienda terminará en 1244 con la rendición del castillo de
Montsegur, aunque a lo largo de treinta y cinco años el Languedoc verá arder
hogueras en cada una de las ciudades tomadas por los cruzados, las cuales eran
alimentadas con los cátaros que se negaban a abjurar.
En conclusión, el catarismo fue un movimiento
influenciado por las herejías orientales como el gnosticismo y el maniqueísmo y
nació en una Europa en la que el estamento eclesiástico vivía rodeado de poder
y opulencia, que olvidaba en muchos casos los votos de pobreza y humildad que
debía profesar y que los Buenos Cristianos sí llevaron a cabo. En todas las
ciudades y regiones donde se manifestó la herejía, los cátaros fueron
brutalmente perseguidos y reprimidos por una Iglesia que pareció olvidar los
años de persecución a los que se vio sometida en el Imperio Romano. Obtuvo la
ayuda de los poderes seculares tanto en el gobierno de las ciudades como entre
los nobles, pero no fue suficiente para su protección. Asimismo, la represión
de los albigenses no se vio solo afectada por su doctrina, sino también por la
independencia política de la que disfrutaba la nobleza occitana y que sirvió de
excusa a la Francia septentrional para aumentar su poder en el sur. La herejía
cátara fue destruida por mor de hacer temblar las bases en que se sostenía la
Iglesia y sirvió como excusa de la baja nobleza del norte para conseguir poder.
Referencias bibliográficas
1.- Mitre Fernández, Emilio, Iglesia, herejía y
vida política en la Europa medieval, Biblioteca de Autores Cristianos
(BAC), 2007: pp. 92-96.
2.- Mestre Godes, Jesús, Viaje al país de los
cátaros, editorial Círculo de Lectores, 1997: pp. 19-29.
3.- Roux-Perino, Julie; Brenon, Anne; Llasat Botija,
Isabel, IN SITU: Los Cátaros, editorial MSM, 2006.
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