domingo, 8 de octubre de 2017

Los Cátaros: Fuego por los buenos cristianos


Por: Rodolfo Padilla Sánchez


El catarismo es una herejía dentro del mundo cristiano occidental, puede que la más pujante de cuantas acontecieron en el Medievo. A menudo es considerado como una teología alternativa a la de la Iglesia romana, con rasgos contrarios a los del orden religioso establecido, en especial en aquellos de materia sacramental.

El catarismo es un movimiento a medio camino entre el neomaniqueísmo y el catolicismo romano que se extendió por toda Europa, aunque es generalmente asociado con el sur de Francia: Occitania. Los factores políticos y territoriales jugarán un papel fundamental en el crecimiento del catarismo, teniendo en cuenta las diferencias entre la Francia más septentrional y la Francia del país de Oc. Como señala Emilio Mitre, el monje y cronista francés Raúl Glaber hablaría, a principios del siglo XI, de la gens francorum como el pueblo más puro y virtuoso, invadido por un grupo de hombres frívolos y vanidosos, gentes que definía como excéntricas y provenientes de Aquitania y Auvernia: los primeros herejes del Languedoc.

A las diferencias políticas y territoriales se les une también varios rasgos sociales que dividen las “dos Francias” y que se representan en el mundo feudal del Norte y el conjunto de dominios más o menos independientes que conforman el Sur. La cruzada que pondría fin a los cátaros (o al menos a sus territorios) tendría también connotaciones políticas y no solo religiosas, debido al choque del feudalismo del Norte contra la tentativa meridional de organización más liberal «[…] la tentativa de organización republicana fue vencida y la cruzada restableció en el mediodía de Francia el sistema feudal», según la referencia que Mitre hace de Guizot (Mitre, 2007: p. 94).

A esto se puede añadir que la Francia Norte conseguiría una concordia entre el poder secular y eclesiástico, a través del cual París contó con asesores eclesiásticos, mientras que los territorios septentrionales dieron autores como Bernardo de Claraval o Hugo de San Víctor. El Mediodía, por el contrario, no contó con ese acuerdo entre gobierno e Iglesia ni tampoco con autores o teólogos tan influyentes. Además, los señores del Languedoc no veían el catarismo como una amenaza.

Pero antes de desarrollar las causas y consecuencias de la religión de Albigeois en Occitania, es necesario conocer sus orígenes y también su pensamiento con mayor profundidad, por lo que no debemos alejarnos demasiado de Palestina y Arabia, enclave geográfico que significó el germen del judaísmo, del cristianismo y del Islam. Fue en el año 1133 ab urbe condita -380 d.C-, cuando el emperador Teodosio declaró al cristianismo niceno como la religión oficial del Imperio, a través del Edicto de Tesalónica. Desde entonces, las persecuciones y martirios tocaron a su fin, dando paso a una época de expansión de la Iglesia que perduraría a lo largo de los siglos. En el siglo II y a partir de las ideas heréticas rebatidas por los padres de la Iglesia, nacen las bases de su teología y por lo tanto, también los herejes ('separados', en griego).

Un fruto de estas separaciones en la Iglesia es el maniqueísmo, considerado como padre del catarismo. La cosmovisión dualista de Mani señala a la Luz y a las Tinieblas como dos elementos coeternos, del mismo poder, pero opuestos. El Bien combatiría contra el Mal en su afán por la redención del hombre a través de salvadores y salvados precipitados a las tinieblas y llamados a la luz. El catarismo también bebe del gnosticismo (gnosis, 'conocimiento'), cuya enseñanza se caracteriza por la transmisión de un relato mítico: los mitos siroegipcios afirman que en el principio, un Dios rodeado de eones gobernaba sobre un universo de perfección, unidad y luz, el Pléroma. Uno de estos eones engendró al demiurgo, que crearía el mundo que conocemos, compuesto de división, cambio y muerte.

El maniqueísmo tomaría también la percepción siria de coexistencia entre Bien y Mal que, al juntarse, habrían dado origen al mundo sensible. Es decir, habría un mundo de las ideas, inteligible, y un mundo sensible creado por un demiurgo tal cual expusiera Platón. Estos mitos tendrían como objetivo explicar el destino del espíritu del hombre. El Dios de Pléroma enviaría a Jesús para enseñar a los hombres a liberarse de su prisión de carne, adoptando una forma humana, porque lo divino no puede comprometerse con lo material. De este modo y según Basílides, fue Simón de Cirene el crucificado y no Cristo, porque lo inmaterial no puede morir como los hombres. El gnóstico sabe que en él habita una chispa divina y por ello intenta liberarse de la materia y acceder a la vida verdadera. Esta interpretación gnóstica explica que hay centenares de anillos concéntricos separando las Tinieblas -o mundo terrestre- del mundo de la Luz. Mediante un conjunto de prácticas rituales y encráticas, se huye del mundo y conseguimos acercar nuestro espíritu al Bien. Al sumar las visiones dualistas de maniqueos y gnósticos con el catolicismo romano que se desarrolla en la Edad Media, podemos hablar del nacimiento del catarismo.

“Todo árbol bueno da buenos frutos y todo árbol malo da frutos malos. No puede árbol bueno dar malos frutos [...]” (Mt 7, 17-18), es lo que predican los cátaros con su lectura dualista del Evangelio. Al igual que en el maniqueísmo, el Bien y el Mal coexisten y, como explican los gnósticos, cada elemento daría origen a algo diferente. El mundo que podemos ver, rodeado de sufrimiento, injusticias y muerte, es contrario al Dios de justicia y amor que a través de Jesucristo dijo: “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36). El Yahvé del Antiguo Testamento crearía el mundo terrible, el terrenal, a su imagen y semejanza y Satán sería su príncipe, mientras que el Padre, que ignora el Mal, crearía un reino espiritual de Luz. Según el mito judeocristiano, los cátaros explican que cuando Lucifer cayó de la patria celeste, acompañado de sus cómplices, se convertiría en el demiurgo que dio forma a los seres y a las cosas visibles a través de los cuatro elementos de Dios, encerrando a los ángeles caídos en cuerpos humanos, añadiéndoles así un alma celeste. Sin embargo, Lucifer no podía terminar su obra, por lo que pidió ayuda a Dios, que le envió dos ángeles. Lucifer los mantuvo prisioneros en los cuerpos de Eva y Adán, que se reprodujeron al mismo tiempo que los otros cuerpos. Es así como se explica que cada persona encierre una parte divina y otra compuesta por el pecado original. 

Sin embargo, desde un punto de vista meramente dualista, el demiurgo sería responsable de la mala creación y además de una criatura del Dios superior, creador de los elementos y, aunque de manera indirecta, también del mundo sensible y del Mal. En 1203, Juan de Lugio, obispo cátaro de Desenzano, explicará en el Libro de los dos principios, siguiendo la lógica de Aristóteles, que los principios del Bien y del Mal no sólo son opuestos, sino que también independientes y responsables de las dos creaciones: el Bien sería el origen del ser y de lo eterno, y el Mal, el principio de lo provisional y de la nada. Satán, emanación del mal principio, atacaría el reino de la Luz y, derrotado por el arcángel san Miguel, arrastraría a la Tierra sus legiones y con la cola, un tercio de los astros del Cielo (Ap 12, 3-9). Los cátaros especifican también que un tercio de las almas cayeron al mundo sensible, dejando en su patria sus cuerpos luminosos. Serían encerradas por Lucifer en «túnicas de piel» y retenidas en el exilio por el olvido: eran eternas, pero en su recuerdo se había borrado el origen divino, por lo que cada vez que un alma muere se reencarna en cuerpos distintos.

Como el Padre no podía abandonarlas, envió a su Hijo para que les mostrara las vías de salvación, tomando forma humana y trayendo un mensaje que les recordara su patria. Con el Bautismo hizo descender sobre las almas el Espíritu Santo, para que pudieran recuperar sus cuerpos luminosos en el reino del Bien. Una vez que los tiempos de Jesucristo y los primeros apóstoles terminaron, los Buenos Cristianos cátaros debían despertar a las almas predicando el Evangelio y tomando como única Biblia el Nuevo Testamento. Los cátaros renunciaron a la Eucaristía y admitieron la persecución del Hijo -del mismo modo que ellos fueron perseguidos por la Iglesia Romana-, pero no su realidad física. Predicaron la inexistencia de infierno y Juicio Final, aunque aseguraron que algún día todas las almas volverían a encontrarse en el reino eterno: el mundo del Mal desaparecería con ellas.

Esta es la cosmovisión que adoptaron los cátaros y en la que se fundamentó parte de su teología, que dará lugar a una serie de movimientos que se repartirán por toda Europa, marcando como un principio al que hace referencia Cosmas, un sacerdote cristiano, que definió una nueva herejía dualista que se desarrolló en Bulgaria y Bizancio en torno al año 1000: “Ponen en práctica una existencia de humildad y penitencia, revestidos de ropa sencilla, alimentados frugalmente, con una vida marcada por el caminar incesante y la mendicidad” (Mestre, 1997: p. 21). Todo esto concuerda a la perfección con lo que conocemos de los cátaros del Languedoc: dualistas en la doctrina, pero evangélicos en el obrar.

Esta nueva herejía que Cosmas define se trata del bogomilismo, nacido en Bulgaria durante el reinado del rey Pedro. Los bogomilos practicaban la abstinencia de la carne y el vino, rechazaban el matrimonio, ayunaban y trabajaban con sus propias manos. Practicaban la pobreza evangélica y fustigaban a los ricos boyardos. Del mismo modo que esta secta, los cátaros renunciarían a los placeres terrenales, a la Iglesia Romana y dedicarían su vida a la oración, denunciando la opulencia de que disfrutaba la comunidad eclesiástica. Es por esto por lo que a mediados del siglo XI el papa León IX (1048-1054) aprovecha el concilio de Reims, celebrado en 1049, para decretar la excomunión de los Buenos Cristianos. En sus palabras, son: “herejes, […] junto con todos los que reciben presentes o servicios de ellos o les presentan […] apoyo o defensa”. Años después, el papa Víctor II ratifica la denuncia contra los «cómplices» de la herejía en el concilio de Tolosa, con las siguientes palabras: “los que mantienen con ellos cualquier relación […] no encaminada a devolverlos a la fe católica” (Roux-Perino, Brenon, Llasat Botija, 2006: p. 37). En este caso, la definición hace referencia a un grupo mucho más amplio. No obstante, la predicación de cruzadas y la lucha interna contra la corrupción de la Iglesia y la relajación de su clero hizo que la preocupación por combatir la herejía que se extendía por la Galia y el resto de Europa se redujera. Esta situación se mantuvo hasta que a fines del siglo XI los prelados se dieron cuenta que las nuevas ideas que se denunciaran con anterioridad habían subido al poder: en Milán, el papa Esteban IX apoyó la rebelión contra el clero corrupto que los patarinos habían comenzado y Gregorio VII trató como mártir a Ramihrd, un hombre mandado a la hoguera por el obispo de Cambrai debido a su negación de los sacramentos administrados por un clero simoníaco.

En medio de una Europa por la que se extendían los diferentes movimientos heréticos y que se cobró numerosas víctimas a manos de la Iglesia aparece la llamada Gleisa de Dio: la Iglesia propuesta por los cátaros y que se opone a la «falsa» iglesia pontificia. Esta Gleisa de Dio se revela en la Occitania de los siglos XII y XIII, formada por los Buenos Cristianos (el clero mixto al que pertenecen hombres y mujeres), que han recibido el Consolament (el único sacramento cátaro) en una ceremonia pública a la que asisten creyentes y Buenos Cristianos. Ante el obispo, el postulante acepta la regla de justicia y de verdad en la que la ascesis alimentaria excluye de su dieta la carne, los huevos y todos los productos lácteos, aunque se les permite comer pescado, aceite, pan, frutas y legumbres todos los días de la semana excepto los lunes, los miércoles y los viernes, que se reservan para el ayuno. Durante los períodos de las tres cuaresmas, el Buen cristiano puede consumir pan, agua y algunas frutas y legumbres. A la hora de comer, este clero mixto observa el rito del pan de la santa oración, en recuerdo de la Última Cena, aunque en este caso el pan no es símbolo de la transubstanciación, sino del maná divino: el Evangelio. Los Buenos Cristianos se someten a una castidad absoluta que les impide tener contacto con una persona de otro sexo; viven del trabajo de sus propias manos, les está prohibido blasfemar, mentir y juzgar, además de matar. Las oraciones que el Buen Cristiano debe pronunciar a lo largo del día son: el Padrenuestro, el Adoremus y las Acciones de Gracias. Y, ni aunque estén bajo martirio pueden renegar de su Orden.

Como ya se ha indicado, el movimiento más conocido es el de los albigenses en Occitania, pero Europa también puede hablar de cátaros que recibieron nombres distintos según las regiones y que se extendieron a lo largo del siglo XII. Por ejemplo, Roberto “le Bougre” sería el inquisidor encargado de destruir a los publicanos y pifles; Conrado expulsará la herejía de Alemania y Renania; y Enrique II no tendrá clemencia con ellos en Inglaterra. Los patarinos en Italia fueron el único refugio restante de los cátaros.

Al sudoeste de Châlons-en-Champagne, la región de Vertus fue testigo de la primera manifestación de las herejías del año 1000 con el infortunado Leutardo. En la carta que los canónigos de Lieja envían al papa Lucio hacia 1145 señalan esta región como la cuna del catarismo en el norte de Francia. Los predicadores protocátaros Clemente y Everardo mueren en una hoguera encendida en Soissons en el año 1114 y cuarenta y tres años después Sansón, arzobispo de Reims, dicta una serie de condenas contra los pifles: confiscación de bienes, estigmas con hierro candente y expulsión para los fieles, aunque los que encabezaran la secta sufrieran cadena perpetua o la muerte. Guillermo, el sucesor de Sansón, encenderá una pira en Reims hacia 1180 donde morirá una joven denunciada por Gervasio de Tilbury, clérigo inglés al servicio del arzobispo. La joven firmó su sentencia cuando se opuso a los avances del inglés, que ante tanta castidad pensó que «pertenecía a la muy impía secta de publicanos, en aquella época perseguida y aniquilada en todas partes, pero sobre todo por Felipe, conde de Flandes, que los castigaba sin misericordia con justa crueldad» (Roux-Perino, Brenon, Llasat Botija, 2006: p. 58) como explica Raúl, abad de Coggeshall.

Las hogueras se irán sucediendo para los herejes a lo largo del siglo XI hasta el siglo XII, que será cuando la represión se recrudezca en manos de Roberto “le Bougre”, que encenderá piras en Borgoña, Flandes, Soissonais y por último en Champaña. Su crueldad le costará cara, porque será condenado a cadena perpetua hacia 1136. El 13 de mayo de 1239, en Le Mont-Aimé, se reúne un concilio formado por obispos y prelados que, al término, encendieron una hoguera enorme, descrita por Aubry de Trois-Fontaines como «un inmenso holocausto agradable al Señor», de ciento ochenta y tres bougres. De este modo, se lograría concluir con la herejía en Champaña.

En torno a la abadía de Vézélay, hacia 1167, se detienen a nueve herejes “deonarios o publicanos”. El abad solicita la opinión de Tomás Becket, arzobispo de Canterbury, que le aconseja que sean entregados al poder secular. Los acusados permanecen dos meses encarcelados por separado y compareciendo ante varios prelados. Después, los arzobispos de Lyon y de Narbona, el obispo de Nevers, el abad de Vézélay y otros clérigos condenan a estos nueve herejes a morir en la hoguera. No obstante, dos de ellos abjuran y son sometidos a la prueba del agua hirviendo para demostrar su buena fe, por lo que se libran de la muerte que padecieron sus compañeros en el valle de Écouan. En 1198, se abre una investigación ante la negativa de unos herejes de comparecer ante el obispo de Auxerre, con la que Bernardo, deán del cabildo catedralicio de Nevers, y Reinaldo, abad de Saint-Martin, son acusados y suspendidos de sus funciones. Enviados a Roma para responder ante Inocencio III, Reinaldo fue condenado por “origenista” y muere en la cárcel mientras que Bernardo es liberado tras un juramento de purificación. Guillermo, otro canónigo de Nevers, consigue huir de la persecución y se refugia en el Languedoc, tomando como nuevo nombre el de Thierry, donde es protegido por el señor de Servian, yerno de la perfecta cátara Blanca de Lauriac. Dentro del castillo de Servian, Thierry y su correligionario Baudoíno participan en un debate teológico contra Diego de Osma, Domingo de Guzmán, Castelnau y Raúl de Fontfroide.

Mientras tanto, los cátaros borgoñones son perseguidos y, según explica Hugo de Noyers, se «dedica una gran diligencia a reducir a los herejes llamados bougres […]. A la mayoría de ellos se les confiscan los bienes, a otros de los destierra y a otros se los quema» (Roux-Perino, Brenon, Llasat Botija, 2006: p. 60). Los herejes fueron apartados de la Iglesia y entregados al poder secular, por lo que Inocencio III intervino en las acciones del cardenal legado Pedro de Saint-Marcel, denunciado por la burguesía. En el año 1233 se delega en los hermanos predicadores del convento de Besançon la tarea de combatir la herejía de Borgoña. A ellos se les unirá el hermano Roberto, apodado “le Bougre” (búlgaro, pero también bribón), que había sido cátaro en Milán. La actividad se inició en Charité-sur-Loire, donde empiezan las hogueras y los que abjuran son obligados a humillarse con correas y yugos al cuello.

Los primeros indicios de herejía en Flandes aparecen en Arras, a partir del siglo XI, donde en 1025 se detiene a los primeros herejes. Hacia 1130, las poblaciones de Brujas y Amberes cuentan con muchos adeptos de Ramihrd, el condenado a la hoguera por el obispo Gerardo II. En el concilio de Reims, en 1157, el arzobispo Sansón dicta una serie de condenas contra los “tejedores” o pifles y su sucesor, Enrique, detiene a unos publicanos en Flandes. La represión se reemprende en Arras hacia 1172, cuando se manda a la hoguera a un clérigo llamado Roberto por expresar una opinión ambigua sobre la eucaristía. En 1182 se realiza una expedición contra los “enemigos de la paz y de la fe” y son muchos los que mueren en la hoguera, con sus bienes repartidos entre las autoridades. Otros, sin embargo, abjuran y resisten las ordalías de agua y hierro candentes. Su herejía rechazaba el bautismo de los niños y la eucaristía y consistía en creer que todo lo eterno fue creado por Dios, al contrario de todo lo corrupto y material, que fue obra de Luzbel. A partir de 1235, Roberto “le Bougre” hace arder piras por toda la región y destruye el catarismo en Flandes.

La implantación de la herejía tuvo especial fuerza en Renania, donde entre 1130 y 1135 se detuvieron y quemaron herejes, aunque sería en Bonn, Maguncia y Colonia donde tendrán lugar varias oleadas de represión desde 1154 hasta 1164. Al final de este período, Hildegarda de Bingen alerta a los prelados renanos sobre unos hombres de rostro pálido y cabeza afeitada que vestían capas descoloridas, seducidos y enviados por el diablo, con el fin de unirse a los principales jefes seculares para denunciar las costumbres indignas del clero. También decía que esos hombres eran tranquilos y despreciaban la avaricia, «pero el diablo está con ellos...». Hildegarda volverá a denunciar a estos herejes en Maguncia, donde los llamará saduceos y negadores de la humanidad de Jesucristo, así como de la santidad de su cuerpo y de su sangre. Ante estas palabras, el Sacro Imperio y la Iglesia firman la bula Ab abolendam con la que se apoyan para combatir la herejía. Desde entonces, las hogueras empezarán a arder en Alemania y Renania: el más cruel de los inquisidores fue Conrado de Marburgo, asesinado en 1233, lo que frenó la actividad de la Inquisición.

Las fuentes nos indican que la herejía en el sentido amplio de la palabra nació en el Piamonte, cuando en el año 1028 se enciende una hoguera en Turín donde mueren unos herejes descubiertos en el castillo de Monteforte. Desde el siglo XII, Italia se llena de diversos movimientos en los que la pobreza evangélica es su característica fundamental como lo demuestran los humillados de Lombardía, los pobres católicos de Durando de Huesca, o los pobres reconciliados de Bernardo Prim. Los cátaros también habitan Italia, a menudo llamados patarinos, por derivar de Pataria, un movimiento religioso contestatario nacido en Milán a mediados del siglo XI. Esta nueva herejía obtuvo el apoyo de Esteban IX durante la reforma gregoriana, por criticar la actitud simoníaca y nicolaísta del clero, aunque fue reprimido en ciudades como Plasencia y Florencia. A partir del siglo XII se puede demostrar la existencia de una Iglesia cátara en Italia, dirigida por Marco de Concorezzo, al que se presenta como un antiguo sepulturero convertido al catarismo por un notario francés. Cuando consigue ganar numerosos adeptos para su Iglesia, Nicetas (obispo bogomilo de Constantinopla) decide alojarse en Milán con Marco, como parada de una misión pastoral en Occidente. Ambos asisten al concilio cátaro de Saint-Félix y Marco es ordenado obispo de Lombardía.

Tras la muerte de Marco, la Iglesia cátara no se pone de acuerdo en la elección de un nuevo líder y por eso queda dividida en seis obediencias. Cada una de ellas respondía a un jefe religioso y estaban vinculadas a iglesias balcánicas o bogomilas como la de Eslavonia o la de Dragovitza. Los cátaros, aunque de diferentes iglesias, se reunían en cualquier lugar de Italia e incluso en las domus patarinorum, lugar de encuentro en las que serían detenidos los últimos herejes. Los adeptos al catarismo pertenecían también a los gobiernos de las ciudades, como nos muestran importantes familias de Vicenza, como los da Romano. Esta situación empezaría a resultar alarmante para el papado en 1173 y ya en 1200, Inocencio III amenaza a Viterbo con eliminar su diócesis. A través de un acuerdo firmado con el papa, Federico II Hohenstaufen combatiría a los cátaros cortándoles la lengua por blasfemos y arrojándolos a la hoguera. Pero una vez más, las querellas entre el Imperio y el clero se reavivan con Federico II y Gregorio IX y es entonces cuando Italia divide sus poblaciones en güelfos (partidarios de la Iglesia) y gibelinos (partidarios del emperador). Hohenstaufen convierte a los cátaros en sus aliados contra el papa y así se logra retrasar la actuación de la Inquisición contra los herejes. De todos modos, la represión empieza en 1232 y las ciudades de los güelfos empiezan a ver las primeras hogueras y en 1250, a la muerte de Federico II, con Carlos I de Anjou al frente del reino de Sicilia, la inquisición puede empezar a actuar con total libertad.

Aunque la herejía naciera en Italia, sería en Occitania donde más sería recordada, quizás por la represión que sufrieron los cátaros, llamados albigenses por proceder de Albí, y que no se produjo en los demás movimientos. Esto se debe a que el maniqueísmo se encontraba bien enraizado y evoluciona a la vista de todos desde el siglo XI; además, contaba con la protección de los nobles regionales, de los cuales algunos simpatizaban con la teología cátara por no considerarla un peligro para la sociedad. En 1145, Bernardo de Claraval explica que la herejía del Mediodía cuenta con la permisividad de las autoridades seculares, que les permitían predicar por los caminos de Occitania y reunirse en casas-taller para presentar sus interpretaciones del Nuevo Testamento. Gracias a que la baja y alta nobleza occitana no apoyaba a la Iglesia, y porque gobernaban sus territorios de un modo casi independiente, fue posible que el catarismo se desarrollara más en esta zona y que sus concilios (como el de Saint-Félix) se celebraran allí. Sin embargo, también esto fue la causa de su represión.

La herejía de los albigenses fue una de las primeras en ser denunciadas por Roma, pero por el contexto antes mencionado, las autoridades religiosas no pudieron actuar con la misma eficacia y violencia con que lo hicieron en otras zonas de Europa, sino que se dedicaron a enviar legados encargados de predicar contra las ideas heréticas y de negociar con los nobles la persecución de los herejes, aunque no consiguieron lo propuesto. Fue Inocencio III el que más centró sus esfuerzos en combatir a los cátaros, y el que la reprimió con mayor crudeza. Diego de Osma y Domingo de Guzmán serían dos de los muchos predicadores que llegaron a Occitania, pero fue con Pedro de Castelnau con el que se precipitaron los acontecimientos.

En 1203 fue nombrado legado papal y en 1204 pide al pontífice poder regresar a la abadía de Fontfroide, consciente del poco efecto que su misión provoca, aunque Inocencio III no lo permite y su legación se mantiene. En 1207, Castelnau excomulgaría al conde Raimundo VI de Tolosa, que se reúne con Castelnau en Saint-Gilles para que retire la excomunión, aunque el legado se niega, muriendo asesinado el 14 de enero de 1208 por un soldado de Tolosa a orillas del Ródano. No es posible determinar por qué es asesinado Pedro de Castelnau, pero toda la culpa recayó sobre el conde de Tolosa, que niega haber instigado el atentado. El 10 de marzo de 1208 se expide una bula con la que se pone principio a una nueva cruzada, esta vez contra los albigenses, y cuya actuación comenzará en junio de 1209 con la concentración de tropas en Lyon. Esta cruzada enfrentará a la nobleza del norte de Francia (dirigida por  el también legado Arnaldo Amaury y por el barón Simón de Montfort) contra la nobleza del sur, en la que asimismo tomarán parte en Muret las tropas del rey Pedro de Aragón, que morirá en esta batalla. La contienda terminará en 1244 con la rendición del castillo de Montsegur, aunque a lo largo de treinta y cinco años el Languedoc verá arder hogueras en cada una de las ciudades tomadas por los cruzados, las cuales eran alimentadas con los cátaros que se negaban a abjurar.

En conclusión, el catarismo fue un movimiento influenciado por las herejías orientales como el gnosticismo y el maniqueísmo y nació en una Europa en la que el estamento eclesiástico vivía rodeado de poder y opulencia, que olvidaba en muchos casos los votos de pobreza y humildad que debía profesar y que los Buenos Cristianos sí llevaron a cabo. En todas las ciudades y regiones donde se manifestó la herejía, los cátaros fueron brutalmente perseguidos y reprimidos por una Iglesia que pareció olvidar los años de persecución a los que se vio sometida en el Imperio Romano. Obtuvo la ayuda de los poderes seculares tanto en el gobierno de las ciudades como entre los nobles, pero no fue suficiente para su protección. Asimismo, la represión de los albigenses no se vio solo afectada por su doctrina, sino también por la independencia política de la que disfrutaba la nobleza occitana y que sirvió de excusa a la Francia septentrional para aumentar su poder en el sur. La herejía cátara fue destruida por mor de hacer temblar las bases en que se sostenía la Iglesia y sirvió como excusa de la baja nobleza del norte para conseguir poder. 

Referencias bibliográficas

1.- Mitre Fernández, Emilio, Iglesia, herejía y vida política en la Europa medieval, Biblioteca de Autores Cristianos (BAC), 2007: pp. 92-96.

2.- Mestre Godes, Jesús, Viaje al país de los cátaros, editorial Círculo de Lectores, 1997: pp. 19-29.

3.- Roux-Perino, Julie; Brenon, Anne; Llasat Botija, Isabel, IN SITU: Los Cátaros, editorial MSM, 2006.

No hay comentarios:

Publicar un comentario