Por: Alejandro Tenorio Tenorio.
Correo electrónico: alejante@ucm.es
Si el creyente
únicamente puede ejercitar su fe en Dios en el abismo de la incertidumbre, de
lo problemático, de la oscuridad, de las sequedades e incluso de la nada, es
exactamente ese océano de la inseguridad el único espacio que se le ha
adjudicado para vivir la fe, su íntima fe.
Esta circunstancia
no permite pensar que el no-creyente (ateo y/o agnóstico) es el que carece de
problemas, en relación al pensamiento que nos ocupa, al carecer simplemente de
fe o aparcarla por incomprensible y/o irracional. El no-creyente no vive sin
problemas, sino que está constantemente amenazado por la caída en otras
incertidumbres engendradas de su misma convicción sobre su certeza de las
profundidades de la nada.
Partiendo de estas
situaciones contrapuestas, no nos queda otra opción que aceptar que los
destinos de los seres humanos, de los hombres, se cruzan, se entretejen unos
con otros, entrelazándose inevitablemente como los hilos de un tapiz. Tampoco
el no-creyente vive una existencia plena en sí misma, pues al asumir interiorizando
el positivismo puro, los aspectos materiales de la realidad y rechazar a priori lo universal y absoluto; este,
en apariencia y solo en apariencia, vence la tentación de lo sobrenatural, pero
siempre le inquietará con vehemencia la desazón de la inseguridad y de la duda sobre
si el positivismo y el racionalismo, como weltanschauung, es la
última palabra y verdadera respuesta al misterio del mundo y de la vida.
Así como el
creyente se esfuerza por no dejarse ahogar por la duda, por la terrible duda
que el abismo continuamente le pone en su pensamiento, parece que, del mismo
modo, el no creyente duda de su propia incredulidad, de ese mundo que ha
aceptado y decidido explicar como un todo, aunque jamás estará, pues, seguro,
al igual que el creyente de su fe, de su propia incredulidad y se preguntará si,
a pesar de todo, la certidumbre de la fe que vive el creyente no será lo real y
la única forma de que es capaz el hombre para expresar lo real.
Del mismo modo que
el creyente se siente constantemente amenazado por la incredulidad, su más
temida y obstinada inclinación, así también la misma fe del creyente será el
mayor obstáculo para el sentir del no-creyente y una amenaza para la
explicación de su convicción y un peligroso obstáculo para el convencimiento
ético que ha adquirido, al eludir, evitar o esquivar su encuentro con la fe del
creyente. Se ha escrito magistralmente que quien quiera escapar de la
incertidumbre de la fe caerá, inexorablemente, en la incertidumbre de la incredulidad.
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