Breve reseña
histórica.
Imagen que
figura en el Códice Borgia,
según dibujo de Lacmabalam,
licencia de ww.flickr.com/photos/lacambalam
|
Desde el II milenio a de C hasta las primeras
décadas del siglo XVI quedaron fijadas las huellas de importantes civilizaciones
indígenas, que se extendieron por una
amplia zona comprendida entre las tierras de las regiones del centro y sur
del actual México, delimitadas por las aguas del Pacífico y el Atlántico. Están
documentados pueblos y culturas de gran empaque, como los olmecas, al sur de Veracruz y Tabasco, que existieron
desde el siglo XII a de C, pueblo que practicaba la agricultura, y parece haber
desaparecido hacia el 400 a de C. Los toltecas,
con capital en Tula, que pudieron mantenerse hasta finales del siglo X y rebasaron las fronteras naturales del valle
de México para aportar sus costumbres a
otras culturas, tal vez a los mixtecas, que habitaron en las tierras
situadas entre la región de Puebla y Oaxaca; o los zapotecas
que vivieron en el este, en las tierras altas de Oaxaca, hasta el siglo VII
a de C.
Es posible que dos pueblos –olmecas y mixtecas- conformaran el imperio tolteca que existió hasta la segunda mitad del siglo XII, formando pequeños reinos. Las referencias de tiempo pueden en algunos casos no ser muy precisas, pero las fuentes historiográficas suelen coincidir en la clasificación y ubicación de dichas culturas en la denominada Etapa Protoclásica, con una duración hasta el siglo IV, en un extenso paréntesis donde quedarían asentadas dichas civilizaciones. Este periodo se ha asociado también a las denominadas “culturas urbanas”, de la región maya de la parte oriental de Mesoamérica. Los pobladores mayas, así mismo citados como “señores de los lugares” dejaron registro de su asentamiento, sobre una base poblacional que fue conocida posteriormente por los aztecas, en la zona de Teotihuacán, “el lugar donde se convierten en dioses”, allí donde el Sol y la Luna fueron creados, testimonio tangible en la Pirámide del Sol. Las referencias de su construcción se acercan en la línea del tiempo al año 0 de nuestra Era Cristiana.[1]
El llamado Periodo Clásico, que parece durar desde el 300 al 900 d C corresponde a la etapa cumbre de los pueblos mayas, aunque, tal como se recoge textualmente “no existen indicios de que los mayas de este periodo formaran alguna vez un imperio o confederación”, por lo que pudo ser un conjunto de estados urbanos en conflicto. [2]
Durante los años
que transcurren del 900 al 1250 d C se desarrolló el Periodo Postclásico Temprano, y en esa etapa quedaron fijados los ya
referidos asentamientos mayas de ocupación de Teotihuacán sobre los que se
posicionaron estos aztecas.
En una línea de evolución siguiente, del 1250 hasta el año 1521, que refiere la presencia de los españoles comandados por Cortés, el devenir de estos pueblos quedaría enmarcado en el Periodo Protoclásico Tardío, cuando se suceden hechos de conquista y posterior colonización que implicaron una profunda transformación. Se consolidad en esta fase toda la era azteca –culhua-mexica.
Algunos estudios suelen coincidir a la hora de admitir que esos aztecas eran, hasta cierto punto, unos recién llegados a la región central de México. Crearían la capital en la gran isla de Tenochtitlan, fundada hacia el 1345, y allí cobraría vida el mayor imperio conocido de este atractivo territorio: desde un mítico lugar de origen, Aztlán, punto central de la expansión de los siete pueblos que recogen las crónicas.
En estudios recientes se indica que “ el término azteca-aztécatl- es sinónimo de mexica, pueblo que fundó y habitó México-Tenochtitlán, en el Postclásico mesoamericano y cuyos gobernantes encabezaron la Triple Alianza, una entidad de dominio político y económico,,,aunque este vocablo deja de lado a una gran cantidad de pueblos no mexicas, habitantes del área central…en cuanto al término azteca algunos prefieren darle un sentido genérico para referirse a un conjunto de pueblos con una cultura común de habla náhuatl, pobladores del área central: tepanecas, acolhuas,xochimilcas,tlahuicas,matlatzincas,etc.[3]
No parece haber duda en cuanto al peso específico que tuvieron dichos aztecas, gentes nombradas como “aquellos cuyo rostro nadie conoce”, en el desarrollo cultural de la zona, pese a ser los últimos en llegar al Valle, frente a los otros pueblos de Mesoamérica. Lograron implantar también un modelo de Estado, que perduró hasta el siglo VII y fijaron su residencia en un lugar concreto, entre dos islas cenagosas, con lo que pasaron a ser los herederos de la cultura de las ciudades, y asumieron el legado de sus antecesores toltecas. Dieron vida a un sistema que duraría hasta la época colonial hispana, con una fuerte base de jerarquía política y económica, basada en la gestión de tributos frente a otros pueblos y en la nacionalización de la lengua náhuatl frente a otras voces y lenguas anteriores.
La identificación del dios y su descripción iconográfica.
La base de sus creencias era en general politeísta,
pero dentro de una visión amplia del cosmos, el universo se dividía en dos grandes
mundos: cielo y tierra, cada parte con
sus múltiples deidades. La lectura de las fuentes y narraciones nos enseña cómo surgió la diversidad en función de su
propio desarrollo cultural, de su adaptación al tiempo y a las circunstancias,
de tal manera que se entremezclaron las
creencias y religiones de los otros pueblos... Todo lo que el hombre descubría
y necesitaba para su subsistencia, incluso aquellos comportamientos
relacionados con la guerra, las conquistas o la interpretación de las fuerzas
de la naturaleza, quedaba vinculado a la religión y a los mitos, como en otras
culturas de la Tierra.
De cómo estas gentes encontraron el camino hacia sus dioses, el relato mítico nos atrae de inmediato. En el origen de la vida se concreta que, “existieron CUATRO SOLES o periodos, con humanidades previas a la propia, que desaparecieron en ciclos de gran catástrofe siempre por la acción de los mismos dioses. Hubo una época muy antigua, la del CUARTO JAGUAR, la del CUARTO VIENTO (aquella en la que Quetzalcóatl tuvo la idea de arrasar y convertir a los hombres en monos), la de las CUATRO LLUVIAS, fase de gran protagonismo de Tláloc; y, por último, la de la CUARTA AGUA (tal vez similar a la del Diluvio bíblico, al haber sobrevivido solo una pareja de humanos). El devenir nos lleva hasta el tiempo en que los aztecas se encontraron con los españoles, la época del CUARTO TEMBLOR (cuando unos monstruos llegados de occidente matarían a los humanos)[4] La narración revela, en cierto modo el origen de la vida humana en la Tierra, más bien su supervivencia, sobre todo a partir del momento en que Tláloc aniquiló a los hombres con lluvia de fuego y sobreviene después el periodo de la gran inundación, del que solo se salvaron ¿un hombre y una mujer? ¿Dos identidades en un paraíso indefinido?
El dios y la
naturaleza.
Tláloc fue una deidad asociada a
comportamientos de la naturaleza donde estaban presentes elementos de gran
potencia, como el rayo y las tormentas. Está recogido en diversas leyendas como
nombre derivado de la lengua náhuatl
y con dos denominaciones, la de Tlàllú, o tierra, y la de octlì,
o néctar.
Tan misterioso dios como complicado, dentro del
complejo mundo de divinidades que conforman el
panteón americano. Existió Ometéotl,
gran dios creador, más bien un concepto
dual que contiene en sí mismo dos identidades, masculino y femenino,
representados por la pareja Tonacatecuhtli
y Tonacacihuatl, también
interpretadas como “señores de” y, a su vez, generadores de los cuatro
elementos (el espejo negro, la serpiente emplumada, el agua y el viento),
y Tezcatlipoca,
Quetzacóatl, el mismo Tláloc, Ehécatl. Y en un amplio devenir de los tiempos y
la vida, surgen también los humanos,
hijos menores de estas deidades que han de heredar la sabiduría de sus
progenitores.[5]
Se nos dibuja como un ser ambiguo, ya desde la época
teotihuacana, en la Edad Clásica. La
carta de presentación nos da este imaginario:
un ser que se adorna de anteojeras o serpientes entrelazadas, con colmillos que
son las fauces del dios. Lleva una bigotera o labio superior, símbolo de la
entrada en un vestíbulo al inframundo, según la inspiración iconográfica de las
representaciones olmecas. Se le solía pintar el rostro de color negro o azul, o
verde, para imitar las irisaciones de la lluvia. Atributos suyos son el
estandarte de oro, largo y con forma de culebra, que termina en punta de agua
para simular los relámpagos y los truenos.
Encontramos bellos ejemplos a través de códices en forma de biombo, en diversos
objetos, vasijas pintadas, algunas piezas de madera, estatuillas, grandes
esculturas o huesos tallados, custodiados en importantes museos, tanto de
España, como de América y otros países. En el caso de los códices solo se
recogen referencias puntuales a los hechos míticos, y aun teniendo en cuenta
las importantes pérdidas de estas pruebas de la época prehispánica, no hay duda
de su aportación al conocimiento e interpretación de su imagen. Es conocido por
todos los investigadores y estudiosos de este campo el gran valor de los
relatos encontrados en las crónicas de las órdenes religiosas que convivieron
durante la colonización con estas culturas.[6]
Sin embargo, en tanto que relacionado con la lluvia y en su generalidad el agua fuente de vida, pudo
tener otras denominaciones que están
recogidas en un importante repertorio de objetos artísticos. Fue común, entre
los zapotecas, desde los siglos V al VIII el Cocijo o máscara buco nasal rematada en dos volutas que alude
claramente a la lluvia y al propio Tlaloc o al mismo Chac maya, ambos
implicados en el tema de las tormentas y la seguridad de los campos cosechados. Otros
nombres figuran, como Savui, entre los pueblos mixtecas, Tajín para los
totonacas y así hasta casi más de veinticinco advocaciones que pudieron ser
simplemente una forma de interpretar la imagen del dios. [7] En algunas representaciones
suele mostrarse con tonalidades variadas, adornado con atavíos de papel salpicado de
hule, rematado bellamente con un tocado que se adorna con las plumas del
quetzal y la garza.[8]
En los escritos que recogieron los frailes durante la colonización, entre otros
el del Padre Sahagún, también se le reconoce la fuerte importancia en el
control de la lluvia, tanto para regar las tierras como a la hora de provocar
tormentas y cataclismos. Son muchas las denominaciones en las que aparece así
como sus imágenes, siempre vertiendo agua, regando con una olla, símbolo del
agua preciosa y múltiples asociaciones, que están estudiadas en obras tales
como el Diccionario Cordemex, el Códice
de Dresde, el Códice de Madrid, y muchos objetos o estudios de los que existe
una importante bibliografía y documentación: “ los dioses de la lluvia también eran concebidos como contenedores, en
forma de nubes, cerros, cuevas, pozos naturales, caminos bajo tierra, llenos de
agua…[de lo cual] se han encontrado recipientes de todo tipo de efigies de los
dioses de la lluvia” tal como recogía Leonardo López Luján en 1997, gran
investigador de la arqueología y la historia mexicana.
En otras fuentes se concluye esto otro: “que el dios de la lluvia eran uno, cuatro, cinco y múltiple a la vez (según algunas representaciones que contiene el Códice Borgia, el Códice Vaticano, los otros y citados). Parece que tanto el dios azteca como el maya Chaac tuvieron ese aspecto cuádruple, representando los cuatro pilares que sostienen el mundo. En este sentido, se parecen a los cuatro bacabes. Es más, Bacab significa: “el que vierte agua con un vaso a boca estrecha”, nombre que, como lo hemos visto, conviene perfectamente a los dioses regadores. En la página 31 del Códice Madrid aparece Chaac enmarcado por cuatro ranas de cuyas bocas mana agua a borbotones”.[9] Las citas son innumerables y la vigencia cultural tanta hasta en la actualidad que alargaría demasiado nuestro estudio.
Dios y dioses, otros parentescos.
Tláloc no es un “señor” aislado en el campo de la mitología y las religiones. Tiene su parentesco con otras fábulas más distanciadas en la geografía, pero de igual empaque. Es el caso del dios de las tormentas, Iskur, Adad, entre los habitantes de la Mesopotamia antigua, el hermano del dios sol, Utu, que nació con atributos naturales o propios de la naturaleza: “es el agua de la lluvia que cae durante la tormenta, o el viento, o el barro”; los mismos fenómenos de la madre tierra que los acompañan, esencias universales, dualidades cielo-tierra.[10] En el caso de las referencias a inundación o diluvio la mitología sumerio-acadia es el mejor ejemplo, el relato de Uta-Napistim, o Noé bíblico. Desde ese cataclismo es cuando viene la reaparición del género humano en la Tierra. Otros ascendientes, en la región de Asia Anterior, como Teshub, Baal fenicio, Yahvé de Israel. Entre los antiguos egipcios no existe un “dios” como tal vinculado al agua de lluvia, pero si una deidad fundamental para lo que, con el tiempo, sería el origen de su cultura, en torno al Nilo, dador de vida en sus crecidas anuales. Si se conocen en los jeroglíficos y otras inscripciones al dios Hapy, que se representa como una figura sedente con un tocado de papiros y portando un recipiente de agua en sus manos. Aunque también existe la otra deidad complementaria, Anuket, diosa del agua (entre otras atribuciones, la lujuria) que fertilizaba los campos en las fases de las crecidas. La nomenclatura es amplia e inabarcable las breves notas a todas las denominaciones en otras culturas que pasan por el Freyr nórdico, Zeus griego, Júpiter romano y muchos más. La mayoría suelen estar asociados a fenómenos de la naturaleza, o a su propia cosmogonía, y siempre se reflejaron a través de sus testimonios escritos, artísticos o de otra índole.
El dios y la agricultura. Un argumento para su justificación cultural.
El dios de las aguas celestes y de las
superficies subterráneas, presente junto a Huitzilopochtli en el Templo Mayor,
muestra su lado productivo desde el momento en que asegura la vida de las
cosechas. Estuvo asociado a las prácticas agrícolas desde muy temprano, una vez
que los grupos indígenas se plantearan complementar su alimentación de caza,
pesca y manipulación de algunas plantas silvestres.
En general los cultivos principales y de mayor aprovechamiento fueron el maíz, que pudo ser utilizado desde la Prehistoria antes que otras plantas, la calabaza, el chile y los frijoles. Pero también se invirtió en cultivos de huerta, como verduras, semillas, tubérculos y otras plantas específicas de la zona, como aquellos hongos con propiedades estimulantes. Existieron cultivos de algodón, tabaco, se aprovecharon los cactus, el maguey y otros.
Estudios recientes en el campo de la arqueología determinaron los diferentes estadios de producción de especies: el aguacate, la chupandía, el chile, los guajes, y otros más antiguos. En concusión se desarrollarían diferentes fases de maduración técnica y de consumo, que pasarían por una horticultura de barraca, en las etapas más primitivas, hasta el desarrollo de una agricultura asociada a las aguas de ríos que supuso ya un avance en la domesticación. Tal como se ha demostrado en numerosas investigaciones los grupos que habitaron las regiones de Mesoamérica interpretaron la naturaleza como un don de los dioses, y supieron aprovecharla o explotarla sin perjuicio de las flora y de las especies más exóticas.
Junto con esas prácticas llegaron a crear una forma de hábitat adecuado a las propias plantas, una modesta racionalización de la producción. Como se cita en el siguiente párrafo:
“Cuando los indígenas clareaban espacio para plantar, la mayoría de las especies de plantas útiles no eran removidas. El mezquite y otras leguminosas, la chupandia, los nopales y otros cactos comestibles, así como muchas otras especies eran dejadas en pie. Los cultivadores plantaban las especies que querían cosechar entre estas plantas, las que crecían con mucho éxito. Entonces, la vegetación natural nunca era removida totalmente, v después de que una parcela como tal era abandonada, eventualmente podrían regresar a ella”.[11] En los estadios avanzados, según se ha escrito, llegarían a ejercer una importante silvicultura en las tierras secas, llegando a conseguir el aprovechamiento por medio de las leguminosas, árboles frutales, nopal, cactáceas y otras. Pero la conclusión evidente es que su aportación al campo de la agricultura como descubrimiento siempre estuvo precedida por etapas de domesticación de las plantas, el conocimiento del valor de algunas semillas y el control premeditado de las formas silvestres.
Los hombres nos llevan de nuevo y finalmente al dios, a la religión, al culto, a la leyenda. Tláloc trae la alternancia de las estaciones de lluvia y estiaje, imprescindibles para los campos, las cosechas, la intervención humana en todo su entorno, los bosques, las selvas. Se mantiene vivo en la bondad de la naturaleza y manifiestamente invencible cuando descarga su furia, porque los campos no avanzan, las cosechas se abandonan, se atenta contra la naturaleza. Él se hace evidente a través de los hombres. Y acompañado de los tlaloque, portadores de lluvia, “estas pequeñas divinidades extraen el agua de los barreños con sendos recipientes de barro (las nubes en sentido figurado. Portan en sus manos unos palos con los cuales quiebran las ollas y cuando esto acontece se producen los truenos y los rayos…”.
Como escribiera José Luis Martínez Ruiz: “A través de un sistema de “correspondencias metafóricas” entre la agricultura, astronomía, fenómenos climatológicos, geología y rituales, puede deducirse, que en el ciclo de rituales realizado en las diferentes veintenas, se condensa un núcleo sustantivo de la Cosmovisión Mesoamericana, manifestado en el culto a los cerros, a la lluvia, al agua y al maíz, como asimismo, la celebración de los muertos, astros y presencia de los dioses en la tierra. En el caso específico del paisaje ritual, para los pueblos mesoamericanos, los cerros reverenciados eran vistos como portadores de vida, agua, alimento, dadores de lluvia y maíz, ligados al mar, desde donde provenían las aguas de la tierra, al mar se le consideraba sitio de fertilidad ligado a lo divino”. [12]
Referencias:
- Batalla Rosado, Juan José y José Luis Rojas (2008). La religión azteca (1a. edición). Editorial Trotta. Madrid.
- Cardona Castro, F.L. (1972). La mitología. Colección SI/NO. Editorial Bruguera. S.A. Barcelona.
- Gifford, Douglas y Sibbick, John (1984). Guerreros, dioses y espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica. Ediciones Anaya. Madrid.
- León-Portilla, Miguel (1961). Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares. México, D.F.: Fondo de Cultura Económica.
- León-Portilla, Miguel con Eduardo Matos Moctezuma y José Sarukhán (1995). Dioses del México antiguo. México, D.F. UNAM-Conalep-DDF-Grupo Tribasa.
- Limón Olvera, Silvia (2008). La religión de los pueblos nahuas. Enciclopedia Iberoamericana de religiones. EIR 07. Editorial Trotta. Madrid.
- Limón Olvera, Silvia (2008). La religión de los pueblos nahuas. Enciclopedia Iberoamericana de religiones. EIR 07. Editorial Trotta. Madrid.
- López Austin, Alfredo (1994). El conejo en la cara de la luna: ensayos sobre mitología de la tradición mesoamericana. México D.F.: Dirección General de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Instituto Nacional Indigenista.
- Rojas, José Luis (1988). Los Aztecas, entre el dios de la lluvia y el dios de la guerra. Biblioteca Iberoamericana. Ediciones Anaya S.A. Madrid.
- Taube, Karl (2004). El pasado legendario. Mitos aztecas y mayas. Ediciones Akal. Madrid.
[1] Taube, Karl: Mitos aztecas y mayas.
Traducción de Ana Pérez Humanes. Ediciones Akal. Madrid 2004.
[2] Taube, Karl: op, citada.
[3] Existe una interesante bibliografía al respecto. Las referencias que se indican están recogidas en los estudios de Carrasco, Pedro Estructura político-territorial del Imperio tenochca. La Triple Alianza de Tenochtitlan, Tetzcoco y Tlacopan. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 1996.; en Cervera Obregón, Marco A., Breve historia de los aztecas, Nowtilus, Madrid, 2008, o el de León-Portilla, Miguel: “Los aztecas, discusiones sobre un gentilicio”. Estudios de cultura Náhuatl. Nª 31. 2000, entre otros.
[4]
En el caso de Gifford, Douglas, se especifican hasta CINCO SOLES o Edades. Las
cuatro primeras coincidentes con los principios filosóficos de los cuatro
elementos (Tierra, Aire, Fuego y Agua), e incluyen una última, nombrada como
Edad del Hambre. Según se refiere en el libro, Guerreros, dioses y espíritus de la Mitología de América Central y Sudamérica.
Ediciones Anaya, 1985.
[5]Karl
Taube: Mitos Aztecas y Mayas. El pasado
legendario.
[6]
Entre el mejor compendio de crónicas, las de Fray Andrés de Olmos, Bernardino
de Sahagún, entre otras. Se hicieron
crónicas en las dos lenguas, pero con Felipe II quedaron muchas ocultas, hasta
que en el siglo XVIII se recopilaron las fuentes en los grandes códices, como
el Borgia, el Florentino y otros.
[7]
Existe un interesante artículo que escribió José Contel (Los dioses de la lluvia en Mesoamérica”, Arqueología American, número 96) en 1999, a propósito de sus investigaciones
respecto al Códice Borbónico, en el que refiere la estrecha relación entre Tláloc
y la fiesta del maíz. Véase: Tlálloc, el
cerro, la olla y el chalchihuitl-Bibliot4ca Tolteca. Puede leerse a través
de http://www.toltecayotl.org.
[8]
Es el caso de una pieza de la colección Uhde, en Berlín, según cita Guilhem Olivier, “Tláloc, el antiguo
dios de la lluvia y
de la tierra en el
Centro de México”, Revista de Arqueología Mexicana núm. 96, pp. 40 – 43.
[9]
Hacemos referencia breve a
las importantes aportaciones del investigador Miguel Rivera Dorado, gran
estudioso del mundo americano, dados a conocer, entre otras, por la Revista
Española de Antropología Americana. Pueden verse también en https://dialnet.unirioja.es/.
[10] Asociados a los fenómenos naturales y al pastoreo, se citan entre el 3500 a C y
el 1750 a C, con culto en Kankara.
[11] Alejandro Casas y José Caballero: domesticación de plantas y orígenes de la agricultura en Mesoamérica.www.revistaciencias.unam.mx
[12]Ver Atlas de culturas del
agua en América Latina y El Caribe. http://unesco.org.uy/ci/fileadmin/phi/aguaycultura/Mexico/03_Mexicas.pdf.
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