domingo, 10 de julio de 2016

Raíces, motivos y procesos del culto imperial en época augustea.

Por: Miguel Morata Mora

Correo electrónico: mimorata.mmm@gmail.com

Augusto y la religión

El gobierno de Augusto estuvo investido de una gran religiosidad que, según el pueblo romano, llevó la paz al imperio. Algunos autores afirman que Augusto tomó conciencia de que el control de la plebe, del ejército y de la política no era suficiente para hacer que su sistema perdurara por lo que se sirvió de la religión para reforzar su prestigio. Así, el nacimiento del culto imperial fue un proceso largo, meditado y planificado por el propio princeps[1][2]. En el presente trabajo nos situamos bajo la opinión de que, desde un profundo sentido de misión religiosa, Augusto pretendía dar a Roma un nuevo y esplendoroso comienzo, reflejo de los tiempos de Eneas y Rómulo, un comienzo en el que, mediante la piedad a los dioses, pudiera purgar las faltas cometidas en el pasado.[3]
De esta manera, Augusto se presenta como restaurador, no solo de la República, sino también de la pietas primigenia del pueblo Romano, plasmada por Virgilio en el pius Aeneas, su ancestro mítico. Son los discursos los que mantienen a las élites en el poder, las derrocan e imponen otras nuevas, y este discurso de Augusto ha ganado frente al de un Antonio masacrado por las fuentes: que gusta de la proscripción indiscriminada, del autoritarismo senatorial y del lujo oriental. Quedaron de esta forma representados como fuerzas antagónicas: Octaviano escogió como su dios personal y protector a Apolo, dios de la belleza y la mesura, frente al dios del exceso y el desorden, el Nuevo Dioniso, Antonio como él mismo se autoproclamó. El culto a Apolo será alentado durante el principado. Se construirá en el Palatino un templo dedicado a él. Apolo hasta entonces fue considerado un dios de adivinación y curación, para Augusto era un dios de la paz y de la civilización que representaba todo lo que es nuevo y próspero[4].
Impulsó también el culto a Marte, no solo, tal y como antes dijimos, como vengador de César, sino como padre de Rómulo, el progenitor de Roma. Fueron muchos los templos renovados, reparados y reconstruidos por Augusto, pero aparte de los de Apolo y Marte, la agradable paz y la guerra justa, hubo otro culto en el que es importante reparar, y es en el culto al Divino Julio. Augusto sabía que el pueblo lo veía como un hombre cercano al ámbito divino y parecía que no le gustaba rechazar los halagos que le hacían, pero sabía que proclamarse oficialmente como una divinidad le traería problemas. El propio César fue un ejemplo. Pero aquel ya tenía esos honores, por lo que perfectamente pudo nombrarse, sin dañar demasiadas sensibilidades, Diui filius[5]. Esos fueron los comienzos oficiales de la religión de Augusto.
Una religión no puede ser impuesta a una sociedad debido a su naturaleza: la unión “religada” con los antepasados basada en la adoración de los ancestros y las divinidades cósmicas sempiternas. Esto es llevado a cabo mediante el uso de objetos y vestimentas similares o idénticos a los que utilizaban los antepasados (o los mismos) durante los rituales heredados de aquellos, e incluso en los mismos lugares en los que antaño se realizaban. La religión, por tanto, se convierte en un elemento altamente tradicional dentro de una sociedad. La imposición ex nihilo de una serie de cultos y/o creencias solo puede causar tensiones sociales y políticas internas dentro de los estados dando pie al advenimiento de crisis de mayor calibre. Para que una religión o culto pueda ser oficializado es necesario que haya una amplia base social que la secunde. Teniendo esto en cuenta, se nos antoja pensar que el hecho de que Augusto fuese considerado un personaje divino no era solo una estrategia política de legitimación del poder imperial, sino una auténtica certeza popular a causa de los beneficios generales que su llegada al poder provocó en la sociedad romana.

Nada pueden pedir los hombres a los dioses y nada pueden los dioses conceder a los hombres, ningún deseo concebir ni realizar que felizmente César después de su vuelta a Roma no presentara al estado, al pueblo romano y al mundo.[6]

Pero la moderatio política de Augusto le prohibía en vida cualquier aspiración a la divinización. Bien parece ser que el princeps mostraba su rechazo a que hubiese en Roma templos dedicados a su persona[7]. Cuando inició su vida pública rechazaba abiertamente la monarquía y la divinización. En una carta escrita por Décimo Bruto a Cicerón en mayo del 43 a.C.[8] exponía aquel al preclaro orador una conversación que ocurrió entre un personaje del que poco sabemos, Segulio Labeón, y Octaviano. En esta conversación comenzaron a hablar sobre Cicerón; Octaviano afirmó que no tenía nada en contra del orador a excepción de unas palabras que pronunció contra él, afirmando que un hombre joven debe ser alabado, honrado y elevado al cielo. Continuó diciendo, según esta noticia, que no permitirá que nadie lo elevase al cielo, actitud que no continuará tras su ascenso al poder. En una carta privada suya transmitida por Suetonio afirmaba: “mi benignidad me conducirá a la gloria celestial”[9]. Algunos emperadores posteriores tomaron medidas para frenar el culto privado a ellos mismos. Era una práctica permanente pero sin llegar a resultar una persecución excesiva. Tiberio y Claudio intentaron detener el proceso levemente, posiblemente para calmar al Senado y no pecar de adulatio. Sin embargo, desconocemos hasta qué punto este rechazo aparente fue ciertamente efectuado[10]. Divino pero humano, Augusto sería divinizado en vida de facto, pero no de iure. Para ello habrá que esperar hasta su defunción.
Existían, sin embargo, otros recursos para aproximarse a los dioses sin proclamarse uno de ellos. Uno de los más importantes ya comentado anteriormente fue la denominación de Diui filius. Otra de gran importancia era el nomen Augusti, concedido por el Senado el 13 de enero del 27 a.C., que está etimológicamente asociado con el verbo augeo, hacer crecer. En la antigüedad, que aún no existía un método etimológico, pensaban que podía ser una palabra derivada de auctus (participio de augeo), de augur o de auium gestus o gustus. En cualquier caso, la palabra augustus ya se utilizaba para hablar de monumentos y objetos sagrados[11]. De esta manera su persona quedó santificada, bendecida por los dioses. Sabemos también por el testimonio de Suetonio que fue iniciado en los misterios eleusinos a Deméter[12], ello le investiría de un poder sagrado al ser conocedor (gnostós) de cuanto hay más allá de la muerte.
La conferencia de paz entre Octavio y Antonio que dio lugar al segundo triunvirato se hizo por mediación de Lépido en una isla del río Lavinio, en las cercanías de Módena. Por entonces Lépido era Pontífice Máximo; él cruzó primero el puente, llegó a la isla y, tras inspeccionar que todo estaba en orden, se aproximaron allí Octavio y Antonio. Allí se trató la paz y los dos bandos enfrentados quedaron sacramente unidos[13]. Lépido continuó en el cargo de Pontífice Máximo por su escrupuloso respeto de las convenciones, evitando así que Augusto lo destituyese. Cuando Lépido murió en el año 12 a.C., Augusto fue ascendido por fin al puesto máximo de la jerarquía religiosa[14]. Para Augusto tenía una gran importancia este cargo, posiblemente por la gran carga simbólica que tenía el puente en la antigüedad. Las aguas de los ríos eran sagradas y por tanto los puentes eran considerados elementos prácticamente sacrílegos: imponían un yugo a la divinidad del río, herían el subsuelo estableciendo contacto con las potencias infernales y unían dos orillas que por naturaleza deberían estar separadas, generando la paz entre dos polos enfrentados. Por ello los puentes estaban decorados con elementos profilácticos de carácter mágico-simpático como bucráneos o falos. La entrada del puente era lo que daba prestigio a los sacerdotes pontífices; este sacerdocio era, pues, lo mínimo a lo que Augusto podía aspirar[15] junto al título de Pater Patriae, que le fue concedido de forma unánime en el año 2 a.C. por el Senado y el pueblo de Roma[16]. Con él, Augusto fue reconocido finalmente como patrón del estado. Al igual que el pater familias era la figura principal de la domus, el princeps se convirtió en el patrón de una estructura superior. Esta reformulación implicó la entrada de Augusto en el culto doméstico de los lares[17].
Antes de comenzar a ver la situación del culto en época de Augusto, debemos fijar algunos términos. En toda religión podemos ver tres tipos de ritos: comunitarios, familiares y personales; y dos tipos de caracteres: privado y público. En Roma solo los ciudadanos podían participar en los ritos públicos, que eran ejecutados por sacerdotes funcionarios. La no participación por parte de un ciudadano en estos ritos, especialmente en los comunitarios y los familiares, podía poner en evidencia al individuo y a su gens. Los ritos privados, los cuales tienden a ser en la mayor parte de los casos familiares y personales, no tenían fronteras jurídicas por lo que podían ser realizados por personas de cualquier condición, incluidos los esclavos. Este modelo lo conocemos como religión cívica[18].
No creemos que haya habido un único epicentro en el surgimiento del culto imperial. De hecho, sabemos que no había un ritual establecido, por lo que en cada provincia se realizaba de manera distinta atendiendo a las tradiciones locales y sincretismos de la zona. En ciertas ciudades de Oriente existieron misterios imperiales[19]. Entre las primeras ciudades griegas en construir complejos dedicados a su nombre estuvieron Éfeso, Nicea, Pérgamo, Nicomedia, Afrodisia y Nisia; Segóbriga y Tarraco en Hispania, y las colonias fundadas por Augusto por todo el Imperio por estar beneficiadas directamente por el princeps[20]. En muchos de estos casos existirá un círculo vicioso que, aparte de legitimar al princeps en las provincias, gastará los recursos humanos y elitistas de las mismas: el Imperator beneficia a las élites y a la ciudad, por ello el princeps recibe la fidelidad sagrada mediante su culto, y vuelve a promocionar a sus élites como recompensa para que le sigan dando su apoyo. De esta manera, Augusto se convierte en el patrón de las ciudades al modo que vimos antes en el paso de pater familias al Pater Patriae. Cuando con el paso de las generaciones las élites se desliguen de sus ciudades y emigren a la Urbe, el vacío de poder será ocupado por el ejército. Este proceso se dará especialmente en Occidente por la mayor cantidad de colonias allí fundadas. En este sentido, el Oriente conservará en mejor sus recursos y se podrá superar mucho mejor las épocas de crisis.
Una de las explicaciones que se dan a la expansión de la visión del princeps como patrón del estado en el plano urbano se explica mediante los esclavos de la casa imperial. Estos rendirían culto a los lares de sus patrones, en este caso a Augusto, y, cuando eran manumitidos, continuaban con el culto en otros collegia, asociaciones y ciudades pasando a ser el emperador parte esencial de los lares en los cultos familiares y comunitarios privados. Cuando un culto de carácter privado tiene un fuerte seguimiento social, fácilmente podrá pasar al ámbito público. Para que no se descontrolase la domus imperial, se vió en la obligación de imponer una regulación de las leyes vinculadas a las festividades imperiales tanto privadas como públicas[21].
Finalmente, con la muerte de Augusto el Senado lo nombró deus y su culto se fortaleció en época de Tiberio:

Fue enterrado en Roma, en el Campo de Marte y, a pesar de ser un hombre, fue considerado merecidamente en muchos aspectos semejante a un dios.[22]

Como benefactor y pacificador del Imperio fue considerado un gobernante bueno y justo con el pueblo y por tanto sabio y santo. En la muerte que nos transmitió Suetonio hay quienes ven el reflejo de la muerte ejemplar del filósofo: con los allegados y amigos junto al lecho de muerte, y una muerte tranquila propia del estoicismo, muy similar a la Sócrates, Séneca o Trasea Paeto.[23]

Bibliografía

Fuentes literarias

Eutropio; Breviario, Ed. Gredos, Madrid, trad. Emma Falque
Cicerón; Cartas, v.2 (A Ático II), Ed. Gredos, Madrid, trad. Miguel Rodriguez-Pantoja Márquez
Id; Cartas, v.4 (A Familiares II), Ed. Gredos, Madrid, trad. Ana-Isabel Magallón García
Salustio; Guerra de Jugurta, Ed. Gredos, Madrid, trad. Bartolomé Segura Ramos
Suetonio; Vida de los doce Césares, Ed. Juventud, Barcelona, trad. Vicente López Soto
Veleyo Patérculo; Historia Romana, Ed. Gredos, Madrid, trad. Mª Asunción Sánchez Manzano

Fuentes contemporáneas

Engels, Friedrich (2010): El origen de la familia, la propiedad privada y el estado, Biblioteca Pensamiento Crítico (Público), Barcelona, primera edición.
Gónzalez, Julián (2015): “El culto a Augusto Vivo y la Devotio Popular: el origen del culto imperial”, Onoba, pp.16-24, Universidad de Huelva
Langa, Alfredo (2013): La economía política de la guerra, Icaria Editorial, Barcelona.
Le Glay, Marcel (2002): Grandeza y caída del Imperio Romano, Cátedra, Madrid, primera edición
Martin, Régis F. (1998): Los doce Césares. Del mito a la realidad, Aldebarán Ediciones, Madrid, primera edición española
Montero, Santiago (2010): “Augusto y los puentes: ingeniería y religión”, de Naturaleza y religión en el Mundo Clásico: Usos y abusos del medio natural (MONTERO, Santiago; et CARDETE, Mª Cruz eds.), Signifer Libros, Madrid.

Solís, Javier (2012): “Adoración corporativa y culto imperial. Cuando lo ‘privado’ invado lo ‘público’.”, Antestería, Nº1, pp. 371-378, publicación online disponible en: https://www.antesteria.es/n1-2012.html





[1] González 2015: 16
[2] Le Glay 2002: 129
[3] Ogilvie 1995, 143
[4] Ogilvie 1995: 145
[5] Ogilvie 1995: passim
[6] Vel. Pat. Hist. II, 89, 2
[7] Martin 1998: 311
[8] Cic. Fam. XI, 20, 1
[9] Suet. Aug. 72, hablando sobre el perdón de deudas en el juego.
[10] Solís 2012: 374
[11] Suet. Aug. 7
[12] Suet. Aug. 93
[13] Montero 2010: 203
[14] Ogilvie 1995: 144
[15] Montero 2010: 199
[16] Suet. Aug. 58
[17] Solís 2012: 373
[18] Solís 2012: 372
[19] Le Glay 2002: 131
[20] González 2015: passim
[21] Solís, 2012: 377
[22] Eutropio, 8, 4.
[23] Martin 1998:130-131

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