De la experiencia al mito: Parte I, La experiencia
Por: Miguel Morata Mora
Correo electrónico: mimorata.mmm@gmail.com
Espíritu, por Fentoro |
La experiencia es el
conjunto de estímulos que un ser vivo percibe mediante sus órganos sensitivos,
haciéndose cada vez más compleja según avanza su vida, su experiencia vital. De
ella emergerán las diferentes respuestas que se desarrollarán hacia el medio
que le rodea. En cada especie animal la experiencia, al depender íntimamente de
los sentidos, se desarrolla de manera distinta a la otra. En el caso de los
seres humanos, su intensa vida psíquica hace que viva, no sólo hacia el
exterior, sino también hacia su interior, le hace dudar, cuestionarse y contestar.
Preguntas infantiles como “¿por qué podemos ver la luna pero no tocarla?”
pueden parecer una estupidez para el adulto medio contemporáneo, pero para el
hombre primitivo era un reto a la razón: no tenía al lado ningún científico que
le explicase la naturaleza del Sistema Solar ni las leyes de Kepler, ocurriendo
lo mismo con las teorías evolutivas o la tabla de los elementos. También
encontramos en el hombre, aparte de una misma capacidad sensitiva que proporcionan
la experiencia de la que derivan los motivos y temas universales, las culturas,
las cuales desarrollan cosmovisiones distintas entre ellas alimentadas por
variaciones geográficas, faunísticas, recuerdos históricos y política entre
otros muchos factores. Podemos afirmar entonces que la experiencia del
individuo humano se complementa mediante la cultura del grupo en el que vive.
Esta experiencia genera
las certezas que el hombre alberga acerca del mundo exterior pasadas por el
filtro de su subjetividad. Podemos distinguir certezas personales y
comunitarias; y ambas se encuentran ligadas a la cultura. El mito vivo se
encuentra entre las últimas. Como toda certeza, emerge de la experiencia vital
humana, pero sin emanciparse de ella; por tanto, para empezar a definirlo
debemos decir que el mito es experiencia. Mas luego, el mito se reforzará en ella;
es decir, ambos son igualmente ciertos porque aquello que narra el mito lo
confirma la experiencia. Por ejemplo: es cierto que Dios creó la tierra puesto
que la tierra existe; es cierto que los hombres trataron de igualarse a Dios
con una gran torre puesto que hay muchas lenguas en el mundo; o es cierto que
se avecina el fin del mundo porque el demonio turco está sitiando
Constantinopla. Al fin y al cabo el mundo no es verdadero ni falso, sino el
ente sobre el que se fundamentan las afirmaciones verdaderas o falsas. Cada
tipo de mito puede ser codificado en la relación del ser humano con el mundo
que le rodea, con especial intimidad los etiológicos.
Para poder aproximarnos
a la mente primigenia, original, primitiva, y los retos que a esta se le
presentan es de vital importancia el estudio de los textos legados por las
culturas antiguas junto con la forma de vida y el pensamiento de las actuales
comunidades primitivas, pues los mitos de nuestros antepasados se encuentran ya
perdidos en la noche de los tiempos. Sin embargo, antes de empezar a descubrir
aquellos mitos primero tenemos que adentrarnos más en la experiencia de la que,
como ya dejé claro, emanará el mito.
Todas las religiones
creen en seres o estados superiores o paralelos que rigen o deberían regir el
mundo, como si esta fuese una tendencia natural en el hombre. Ello ha conducido
a filósofos religiosos como al protestante evangélico Alvin Plantinga a
considerar que, dado que la idea del ser o del estado superior no emana de la
experiencia, puesto que en ella no se puede evidenciar su existencia, está
desarraigado de ella; sostienen que se trata de una creencia básica. Por ello retoman
de Calvino el sensus divinitatis, con
lo que estos se refieren a un mecanismo cognitivo por el cual la creencia en
Dios se encuentra de manera innata en el hombre. Otros autores como Raimon
Panikkar contradicen esta opinión considerando que Dios es una experiencia por
encima de la realidad, algo indescriptible que no se puede pensar sino sentir,
una suerte de experiencia vital total apoyada por la opinión de Pascal en
cuanto que Dios es comprensible por el corazón y no por la razón al tener el
corazón razones que la razón no comprende. Expresión de tal experiencia es el
mito, pero expresión suprema de ello es la religión organizada y ritualizada,
pues el rito es una de las maneras de llegar a sentir el contacto con la
divinidad. Aquellas personas practicantes del contacto con Dios son los
místicos, palabra procedente del griego mystós,
secreto, callado, oculto, y de donde proviene también la palabra misterio la
cual originariamente designaba aquellas religiones iniciáticas y cuyos rituales
más avanzados quedaban en absoluto secreto. Continuando con la experiencia
divina podemos concluir que son los espíritus, manes, o fuerzas naturales que
actúan sobre diversos ámbitos de la vida humana aquellos que provienen más directamente
de la experiencia, de los cambios visibles en la naturaleza, mientras que Dios,
como un ser perfecto y sublime, es una idea mucho más avanzada. Cada tipo de
divinidad ahora mencionada, la natural y la sublime, conlleva un tipo de
creencia, las primeras, las más arcaicas, son superstición, la segunda
religión. Kant, en Critica del Juicio,
habla de la diferencia entre una y otra: la religión es la veneración de lo
sublime que conlleva una buena conducta de vida, la superstición es el temor y
el miedo a un ser todopoderoso que lo somete sin apreciarlo y que lo empuja a
la solicitación de favores mediante la adulación.
El temor, el miedo,
parece encontrarse en la base psicológica del sentimiento religioso. Freud, en Psicopatología de la vida cotidiana,
opina que las supersticiones nacen en el hombre a causa del miedo al futuro, al
error, al castigo divino. Con él coincide Nietzsche, quien en La genealogía de la moral también toca
el tema del temor en el hombre primitivo y cuenta, en resumen, que surgió por
entonces una relación deudor-acreedor entre el hombre y sus antepasados. Estos
son considerados fundadores y preservadores de la estirpe, pues son concebidos
como fuerzas naturales que ayudan o castigan los actos de sus descendientes,
quienes deben de pagar con sacrificios (principalmente alimenticios) su deuda
ancestral. Esto conlleva al temor y a la mala conciencia, los cuales aumentan
de manera proporcional al poder de la estirpe (a mayor estirpe, mayor poder divino;
y a mayor divinidad, mayor sentimiento de culpa) (1). Todo esto, por su parte,
entra en relación con la megalomanía freudiana instintiva en el niño por la
cual sus padres, y por ende, sus antepasados, son los mejores, los más
poderosos y grandiosos del mundo, al contrario de los del resto de
individuos/comunidades. La realidad de este concepto no es más que un simple
mecanismo de supervivencia. Freud sostiene además que otros fenómenos mentales
tales como los Déjà-vu y los sueños
proféticos (generados por estímulos recibidos y asimilados por el inconsciente,
confusiones entre propósitos y realizaciones o fantasías o sueños diurnos)
pueden generar creencias y supersticiones. Estos acrecientan el sentimiento
generado por el miedo.
Tanto miedo como
asombro son difíciles de distinguir para las sociedades primitivas actuales (2).
Esa era la sensación que el hombre prehistórico debía sentir al abandonar la
cueva, la protección y el calor de la madre, para enfrentarse a la realidad de
la vida, la supervivencia. Esta realidad, o mejor dicho, la naturaleza, se
mostraba sensible a los cambios: un proyectil errado, la falta de lluvia o una
gripe podían significar la desaparición del grupo. Este miedo a la iniciación
puede contemplarse en algunos mitos: en el capítulo 3 de Génesis cuando Adán y Eva se hacen conscientes de todo cuanto les
rodea y tratan de esconderse, o en El
Gran Upanishad del Bosque (I, 4; 1-3), cuando la personificación del Ser miró
a su alrededor y dijo «Yo soy», sintió miedo de su soledad y eso le empujó a
dividirse dos generando los principios masculino y femenino. Incluso al
principio del renacimiento intelectual al que Descartes se somete en Meditaciones metafísicas, dudando de
todo cuanto cree conocer, surge el temor de que haya un genio maligno, un deus deceptor, que lo conduzca al error,
que lo haga caer (3). Pero finalmente la esperanza acude ante el temor para rescatar
al ser humano para que vuelva a levantarse, y entonces se da cuenta de que sí,
existe una fuerza bondadosa que puede ayudarle siempre y cuando exista el
compromiso mutuo que mencionó Nietzsche.
La relación que tenía
el hombre primitivo con lo otro, la alteridad, se daba a nivel humano y
personal, es decir, no lo conocían como un ‘ello’, sino como un ‘tú’. Ese valor
personal hace que los animales y fenómenos naturales adquieran voluntad. Ello
origina que el hombre no tropiece con la piedra, sino que sea la piedra quien
le haga caer. Esta interrelación yo-tú, es característica de todos los animales
y es la que permite comprender al otro, al no yo, e incluso saber si trata de
atacar, agradar, mostrar dolor o sumisión. Mediante algunas observaciones los
filólogos han podido concluir que en las conjugaciones verbales la tercera persona
sería la más moderna de todas, ya que la manera más primitiva de expresión es
la oración personal. En el País del Nilo encontramos numerosos textos antiguos
en los que se recurre con gran normalidad a lo que hoy día conocemos como
personificación: tanto los vivientes como los inertes, e incluso órganos y
extremidades corporales parecen tener voluntad propia. Sin embargo no se trata
de una simple personificación, sino que para el hombre antiguo no existe un
mundo inanimado. Cuando el fenómeno cósmico se presenta ante él le otorgará una
voluntad y relacionará su esencia con la de otros elementos que conoce: de ese
modo la tormenta son las alas de una enorme ave, el mar en tempestad unos
indomables caballos y la primavera la juventud de la vida y el origen de todas
las cosas.
Observemos también la
relación del ser humano primitivo con el tiempo y el espacio. Ya en las
sociedades primitivas de cazadores recolectores surgiría la comparación ciclo
vital, ciclo solar, ciclo lunar por la íntima relación que hallarían entre los
tres y que tan prolífico ha sido tanto en la poesía como en el folklore. El sol
indica el nacimiento y la muerte de los días. Nuestra palabra orto significa
nacimiento y se aplica a los astros que hacen su aparición por el este, mientras
que ocaso, que significa caída o muerte se utiliza para su ocultación por el
oeste. La luna, por su parte, indica los meses. De hecho, en indoeuropeo (4)
tanto luna y mes son la misma voz: *meH₁ns. En inglés nos encontramos moon y month, en alemán mond y monat, en tocario men y meñes, y en latín, la palabra luna proviene de *leuk-; *lóuk-o- que significa luz, sin embargo tenemos la palabra mensis, mes, y su derivado, menstruus, mensual, de donde proviene
menstruación, palabra comprendida en casi todas las lenguas europeas. Esta
unión íntima entre la luna y el ciclo vital ha colaborado en la identificación
de la luna como una diosa madre o señora de los animales. Dejamos claro por
tanto que el mes es la unidad de tiempo más antigua de la humanidad. Sin embargo
esta cuenta, por su larga duración, no era demasiado útil para algunos aspectos
de la vida y las cuatro fases lunares indicaron una medida, la semana, y si
pensamos que la semana existe desde tales tiempos fácilmente la podríamos
considerar un nexo de unión entre nosotros y el momento de la creación, en
sentido mítico, con nuestros orígenes. Sin embargo esto no es del todo posible
a causa de nuestra percepción del tiempo como una línea infinita. La
experiencia temporal en el hombre antiguo es cíclica: en la luna, el sol, las
estaciones y en la propia vida está inscrito el eterno retorno, la caza, la
recolección, el nacimiento, la madurez y la muerte son actos transitorios
inscritos en el ciclo que deben realizarse piadosamente para no alterar el
cosmos. La realización del rito posibilita también la unión del espectador, no
sólo con Dios, sino con aquellos ancestros antiquísimos que en sus días
realizaban los mismos ritos que ha recibido por la tradición.
Por otra parte, el
espacio se muestra fuertemente delimitado. El yo y el tú cobran una dimensión
espacial cuando entran en contacto mundos desconocidos mediante el comercio a
largas distancias. Los viajeros cuentan historias de lugares extraordinarios e
inimaginables, eso si consiguen volver a salvo. Las tierras lejanas se
presentan ante la imaginación de la comunidad como lugares salvajes y agrestes
o exóticos y paradisiacos. Estas tierras desconocidas, espacios marginales,
lugares desolados y sin presencia de la civilización juegan un papel de interés
en las creencias antiguas. En ellos el hombre puede experimentar físicamente la
presencia de divinidades y seres monstruosos; cuando el héroe se aleja de la
civilización rompe con el orden establecido para dirigirse a una tierra en la
que todo puede ocurrir: Hércules, Odiseo o Hansel y Gretel sirven para
ejemplificar este fenómeno.
Cada sociedad piensa de
su hábitat como el escogido por las divinidades, el centro del mundo, mientras
que los lugares más lejanos son mundos apartados, de una peligrosidad que solo
el héroe puede vencer. El viaje heroico parece tener su origen en los viajes
astrales chamánicos. Mediante ritos que varían en cada región del mundo, el
chamán viaja a otros mundos, ya sean conocidos o imaginarios, habitualmente a
lugares en los que residen los ancestros o los espíritus de la naturaleza, como
el inframundo o el cielo. La misión del chamán en esos lugares es solicitar
ayuda a fuerzas sobrehumanas, vencer a demonios o conseguir remedios mágicos.
Gilgamesh |
Puede servir como
ejemplo el Poema de Gilgamesh. Parece que este poema trata de narrar como el
rey chamán de Uruk, Gilgamesh, pierde sus poderes. Se construyó un tambor con
madera del árbol Huluppu, un árbol cósmico que une inframundo, cielo y tierra,
habitando en sus ramas el águila Anzu y en sus raíces una serpiente. Más tarde
pierde el tambor cayéndosele al inframundo. El tambor es una poderosa
herramienta del chamán, pues con él es capaz de invocar a los espíritus para
que le posean y hablen a través de su boca. La perdida de este tambor se
identificaría con la pérdida de poder, al igual que la muerte de Enkidu, una
fuerza de la naturaleza que lo ayudaba en sus viajes. Tras esta última pérdida,
Gilgamesh tendrá que hacer un último viaje que lo llevará hasta el fin del
mundo en busca del remedio a la muerte, la planta que otorga la vida eterna,
que finalmente también pierde.
Un ejemplo contrario lo
podemos observar en cierto cuento japonés, una cultura con un poderoso
trasfondo chamánico siberiano. Momotaro es un niño que brota de un melocotón
(su nombre significa hombre, ‘-taro’, melocotón, ‘momo’). Cuando crece se tiene
que enfrentar a los ogros demoniacos que aterrorizan su aldea en una especie de
rito de iniciación a la vida adulta a través de un viaje hacia una tierra
lejana; en su ruta, como chamán-guerrero que es, debe reunir fuerzas de la
naturaleza a su favor para derrotar a los malvados ogros. Finalmente regresa
habiendo logrado salvar a la aldea exitosamente.
Es a través de mitos como
estos como nos ha llegado, en un lenguaje cifrado, los saberes de los antiguos.
En la siguiente parte veremos mitos más próximos a nuestra cultura, pero que
sin lo expuesto en esta no podrían contemplarse de igual manera.
Todo cuanto crea el
hombre nace de su experiencia. El mito, como poesía de la vida, es la caja de
Pandora de todas las preocupaciones y sentimientos humanos y su lectura, si no
se hace con los conocimientos apropiados, puede resultar peligrosamente errónea.
Dos de los mayores problemas que han sucedido en occidente con la religión han estado
relacionados con la percepción. El sistema heliocéntrico y las teorías de la
evolución obligaban a la gente a dejar atrás todo aquello que se tenía como
cierto, certeza procedente de nuestra percepción más directa. Los mitos
etiológicos que durante milenios habían estado vigentes perdieron su utilidad
con el derrumbamiento del fijismo, mientras que el racionalismo (que no la
capacidad de razonar) se adueñó de occidente.
Bibliografía
Campbell, J.; Moyers,
B. (1991); El Poder del mito, Emecé
Editores, Barcelona [trad. César Aira]
Cart Hy, J.D. (1969): La conducta de los animales, Salvat
Editores, Madrid
Castro Rodríguez, S.J.
(2012): “La certeza de la creencia religiosa y sus razones”, SCIO, nº 8, pp. 123.140
Dantzer, R. (1989); Las emociones, Paidós, Barcelona [traducción
Beatriz E. Anastasi de Lonné]
De Beas, J.L. (1976); “Algunos
símbolos en la pictografía de los pueblos primitivos” CuPAUAM, v.3, UAM Ediciones
Frankfort, H. y H.A.;
Wilson, J.A & Jacobsen T. (); El
pensamiento prefilosófico, Fondo de Cultura Económica de España, Madrid
Freud, S. (1967); Psicopatología de la vida cotidiana,
Editorial Alianza
Lévêque, P. (1997); Bestias, Dioses y Hombres: El imaginario de
las primeras religiones, Universidad de Huelva, Huelva [traducción Teresa
de la Vega]
Nietzsche, F.W. (1972);
La genealogía de la moral, Editorial Alianza, Madrid
Panikkar, R. (2005); De la mística, experiencia plena de la vida,
Editorial Herder, Barcelona
Notas:
1 Friedrich Nietzsche:
La genealogía de la moral, Editorial Alianza, (Tratado segundo; 19, 20)
2 Robert Dantzer: Las
emociones, Editorial Paidós, p. 46
3 Descartes:
Meditaciones metafísicas, Editorial Austral (Primera meditación)
4 El indoeuropeo es una
lengua reconstruida perteneciente a un pueblo seminómada del periodo neolítico.
De ella que provienen gran cantidad de lenguas aún vivas: la mayor parte de las
europeas y varias asiáticas.
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