La influencia de La Contrarreforma en la
imagen procesional.
Por: Benjamín García García, Máster en
Ciencias de las Religiones y Profesor de Secundaria.
Correo electrónico: bggarcia@ucm.es
Procesión con el Cristo de los Milagros de Salananca |
Desde la Baja Edad Media se acumularon las
voces que pedían mesura ante los abusos de la iconolatría supersticiosa y el
descrédito que estaban experimentando las imágenes religiosas al convertirse en
objetos de inversión de capital.
Entre los humanistas del siglo XVI fueron
también muchos los que anhelaban una reforma de la Iglesia. Es natural que
algunos de ellos sintieran, en un primer momento, cierta simpatía por un Lutero
que se inspiraba en la Biblia y clamaba contra los pecados del Papado. Es por ello,
que la conciencia de los excesos cometidos en el uso de las imágenes y de la
excesiva tolerancia por parte de la jerarquía eclesiástica no fue
exclusiva de los que rompieron con Roma.
El espíritu crítico del humanismo
renacentista estaba ya muy lejos de la ingenuidad con la que el cristiano
medieval aceptaba las antiguas leyendas relativas a reliquias y milagros, y
reprochaba a las autoridades eclesiásticas su tolerancia con respecto al culto
abusivo y supersticioso con el que la “barbarie gótica” solía venerar a las
imágenes mediante prácticas procesionales, como no se cansaba de criticar Erasmo de Rotterdam (1466-1536):
“Y en
las rogativas públicas y en las fiestas eclesiásticas ¡cuántas supersticiones
se ven entre ciertas gentes! Cada gremio profesional lleva en procesión a su
santo patrono, troncos enormes son llevados a hombros con el sudor de muchos
que, de vez en cuando, deben recuperar sus fuerzas con un trago. Hay que llevar
en carro estatuas que representan personas y hechos de santos y de santas,
mientras se van ejecutando o diciendo cosas ridículas”[1].
Todavía en 1529 Erasmo de Rotterdam no
preveía el fin de aquellos males,
pues decía: “Los reyes cristianos se
hacen la guerra entre sí, los obispos dormitan, los sacerdotes se aferran a sus
bienes, los monjes sólo se ocupan de su patrimonio, los teólogos de cuestiones
inútiles, y al pueblo fiel se le deja que crea y haga lo que le dé la gana”.
Lo que más denunciaba en las representaciones icónicas de su tiempo era la
lascivia de los pintores renacentistas camuflada en la cultura de la
Antigüedad: “Sería de desear que no se
viera en los templos cristianos nada indigno de Cristo”[2]. Un culto que tenía todas
las apariencias de una idolatría, pues parecía concentrar la atención de los
fieles más en la materialidad de la imagen que en el santo al que
representaban.
Uno de los humanistas que se miraba en el
espejo de Erasmo fue Alfonso de Valdés, secretario de cartas latinas de Carlos
V. Insistía en la primacía del culto interior, censurando el error, la vanidad
y la codicia de los que piensan que ofreciendo a Dios templos y monasterios,
retablos, imágenes y objetos de oro y plata pueden ganar el favor divino: “No querría que por componer un altar
dejásemos de socorrer un hombre, y que por componer retablos o imágenes muertas
dejemos desnudar los pobres, que son imágenes vivas de Jesucristo”[3].
Iniciadas ya las primeras sesiones del
Concilio de Trento (13 de diciembre de 1545), el Sínodo de
Maguncia (1549) había sido muy explícito también en la necesidad de transmitir
a los fieles el correcto uso de las imágenes y la repulsa de lo indecoroso, en
unos términos que anticipan el decreto tridentino sobre dicha cuestión: “Mandamos severamente que se mantenga en las
iglesias el uso de las imágenes, por ser útiles para educar al pueblo y para
mover los ánimos de todos”[4].
1.1 La aportación de
Trento a la imaginería
El decreto sobre las imágenes fue aprobado en
la vigesimoquinta y última sesión (4 de diciembre
de 1563), y de una manera
algo precipitada, porque se sentía la urgencia de una rápida terminación del
Concilio. De ahí que fuera aprobado por unanimidad sin apenas discusión entre
los teólogos, sobre una fórmula promovida por los prelados franceses de la
Sorbona, que, apremiados por los excesos calvinistas, no querían que se
clausurara la asamblea sin dar normas claras y terminantes sobre el culto de
las imágenes.
El decreto conciliar salva la doctrina
dogmática tradicional sobre la invocación y veneración de los santos y de sus
reliquias e imágenes, y en cuanto a éstas, se remite al II Concilio de Nicea (787) contra los
iconoclastas. En cuanto a la práctica, condena los abusos cometidos y previene
contra ellos mandando que se proscriba toda imagen que sea ocasión de error
para los rudos, que se cuide de la fidelidad histórica, que se impida toda
superstición y afán de lucro, y que “se evite toda lascivia, de modo que no se
pinten ni adornen imágenes con procaz hermosura”. El obispo, a partir de ahora,
tendrá el deber de impedir que aparezca en los templos nada que desdiga la
santidad de la Casa de Dios, en la que ninguna imagen insólita debe colocarse
sin su aprobación[5].
Canon de Trento sobre las imágenes:
“Instruyan
además que se deben tener y conservar, principalmente en los templos, las
imágenes de Cristo, de la Virgen María y de los demás santos, y que se les ha
de tributar la honra y la veneración debidas, no porque se crea que hay en
ellas una divinidad o una virtud por la cual merezcan el culto, o porque se les
deba pedir alguna cosa, o porque haya que poner la confianza en las imágenes,
como antiguamente hacían los gentiles que colocaban su esperanza en los ídolos,
sino porque la honra que se les rinde a las imágenes revierte en los prototipos
que ellas representan, de tal manera que, por medio de las imágenes que besamos
y ante las cuales nos descubrimos o nos postramos, adoramos a Jesucristo y
veneramos a los santos cuya semejanza ostentan. Todo lo cual se halla
sancionado por los decretos de los concilios, y en especial por el Segundo de
Nicea contra los impugnadores de las imágenes.
Enseñen
también diligentemente los obispos que, por medio de las historias de los
misterios de nuestra Redención, expresadas en pinturas y en otras
representaciones, el pueblo se instruye y se confirma en los artículos de la
fe, que deben ser recordados y meditados continuamente, y añádase que de todas
las sagradas imágenes se saca mucho provecho, no sólo porque recuerdan a los
fieles los beneficios y dones que Cristo les ha hecho, sino también porque se
exponen a la vista de los fieles los milagros que Dios ha obrado por los santos
y sus admirables ejemplos, con el fin de que den gracias a Dios por ellos,
conformen su vida y costumbres con la de los santos y se muevan a adorar y a
amar a Dios y a practicar la piedad. Si alguno enseñare o creyere lo contrario
a estos decretos, sea excomulgado.
Si
se hubiesen introducido algunos abusos en estas santas y saludables prácticas,
el santo concilio desea ardientemente que sean abolidas por completo, de tal
manera que no se expongan ningunas imágenes de falsas creencias ni que den
ocasión a las almas sencillas para admitir peligrosos errores. Y si sucede
alguna vez que, por parecer conveniente a gentes sin instrucción, se pintan o
graban historias y narraciones de la Sagrada Escritura, adviértase a los fieles
que con ello no se representa a la divinidad, como si pudiera ser vista por los
ojos corporales o expresada con colores y figuras.
Destiérrese
en absoluto toda superstición en la invocación de los santos, en la veneración
de sus reliquias y en el uso sagrado de las imágenes, suprímase todo lucro
indigno, evítese en fin toda lascivia, de manera que las imágenes no se pinten
ni decoren con procaz hermosura; y que de la celebración de los santos y de la
visita a sus reliquias no se pase abusivamente a comilonas y embriagueces, como
se las fiestas en honor de los santos se hubieran de celebrar con derroches y
lascivias. Finalmente, pongan los obispos en estas cosas tanto cuidado e
interés, que no se advierta ningún desarreglo, confusión ni alboroto, nada que
sea profano y deshonesto, puesto que la santidad debe ser el ornamento de la
casa del Señor.
Y
para que todo lo decretado se observe más fielmente, el santo concilio
establece que a nadie le es lícito poner ni procurar se ponga imagen alguna, no
expuesta anteriormente al culto, en ningún lugar o iglesia, aunque sea de
cualquier modo exenta, sin tener antes la aprobación del obispo. Tampoco deben
admitirse nuevos milagros ni adquirir nuevas reliquias sin haber sido antes
reconocidas y aprobadas por el obispo; el cual, tan pronto como tuviese noticia
de alguna de estas novedades, después de consultarlo con teólogos y otras
personas piadosas, resolverá lo que juzgue conforme a la verdad y conveniente a
la religión. Y si hubiere necesidad de suprimir algún abuso que fuera dudoso o
difícil de extirpar, u ocurriere alguna cuestión muy grave sobre esta materia,
el obispo, antes de resolver la controversia, aguardará el dictamen del
metropolitano y de los obispos sufragáneos en concilio provincial, de tal
manera que no se establezca nada nuevo e inusitado hasta el presente en la
Iglesia sin consultarlo antes con el Romano Pontífice”[6].
BIBLIOGRAFÍA:
Plazaola, J.: Historia y sentido del arte cristiano, Madrid,
Biblioteca de Autores Cristianos, 1996.
García, B.: La imagen procesional cristiana: desde los orígenes del cristianismo hasta el Concilio de Trento, Editorial Académica Española, Berlín, 2014.
[1] Erasmo establecía un paralelismo
entre estas prácticas y las propias del paganismo al decir: “Antiguamente, en los juegos sagrados se
llevaba en procesión a Baco, a Venus, a Neptuno, a Sileno con los sátiros, y al
abrazar el cristianismo les resultó más difícil cambiar las prácticas externas
que las creencias colectivas. Y así los Santos Padres pensaron que sería de
gran provecho si, en lugar de tales dioses, se portaran las estatuas de los
santos cuyos milagros declaraban que reinaban con Cristo. La costumbre pagana
de correr con antorchas en memoria de la raptada Proserpina podía adoptar un
sentido religioso, si el pueblo cristiano con cirios encendidos marchaba al
templo en honor de la Virgen María” en Plazaola, J.: Historia y sentido del arte cristiano, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1996, p. 732.
[3] Íbidem, p.
738.
[4] Íbidem, p.
738. El texto completo de la resolución de Maguncia: “Mandamos severamente que se mantenga en las
iglesias el uso de las imágenes, por ser útiles para educar al pueblo y para
mover los ánimos de todos; con tal que nuestros pastores adviertan
cuidadosamente al pueblo que las imágenes se exhiben no para que sean adoradas
o veneradas, sino para que pensemos qué es lo que debemos adorar y venerar y de
qué cosas debemos acordarnos con provecho. En cambio, prohibimos
terminantemente que se pongan en las iglesias imágenes procaces, o con adornos
excesivos de tal hechura que responden más a liviandad mundana que a motivos de
piedad. Tan lasciva ostentación de arte la juzgamos grave, aun en casa privada,
para un severo padre de familia, y en los templos, absolutamente intolerable”.
[5] Íbidem, p.
726.
[6]
Íbidem, pp.
739-740.
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